El viernes fuimos a la Sala Totem de Villava a ver la actuación del icónico guitarrista de Whitesnake Adrian Vandenberg. Soy de los que me gusta ponerme adelante para fijarme en detalles, aún a costa de acabar con dolor de cuello, como fue el caso, cuando el escenario está a cierta altura. Es en primera línea de fuego donde ves al friki que se trae en una bolsa de plástico todos los discos de la banda británica, que va sacando a lo largo del concierto, o el chaval con su rotulador rojo a la espera de conseguir la firma del guitarrista holandés. Pero todo queda eclipsado por lo que tengo al lado. Parecen padre e hijo, dos armarios empotrados que se lo han bebido absolutamente todo y se abren paso a machetazos como si el resto fuéramos espesa maleza. El presunto padre se queda a mi lado. El hombre, al que se le cierran los ojos mientras su cuerpo oscila realizando un movimiento de vaivén imposible, es en esos momentos un despojo humano que parece a años luz de Villava. El concierto es lo de menos. Libra una batalla sin cuartel por mantenerse en pie. De vez en cuando gira su cabeza como un oso perezoso y se me queda mirando con gesto bobalicón. El espectáculo, definitivamente, está bajo el escenario. Madre mía. Y luego dicen que el alcohol mola.
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