Perdí la cuenta de los libros que tengo en casa sin leer, aunque la cifra decrezca desde que la librería en la que traficamos con literatura nórdica bajó la persiana de la que en su día les hablé. No he vuelto a comprar un libro y vivo de la antibiblioteca que llamó Umberto Eco, esos libros por leer. La pleamar de verano, sin embargo, devuelve las viejas literaturas. Ganas de reencontrar la felicidad con ese libro ya leído, el de al lado del que tenemos pendiente. Libro de crónicas, de António Lobo Antunes. Relatos cortos, píldoras de vida, sorbos de agua fría en una ola de calor que saben como el mejor gin-tonic que algún día tomaremos. 168 páginas con varias marquitas de pasajes que cierta mañana de verano sonaron brillantes mientras los hielos del café bebido se derretían. Como la historia del campesino que murió por orinar junto a un cable de alta tensión (“la única vez que hizo saltar chispas con la pilila”, dijo la viuda). Hoy siguen pareciendo brillantes, aunque con el paso de los años no tendría por qué. Los libros de la antibiblioteca, mientras tanto, esperan su momento. Supongo que cada uno lo tendrá y que terminaré algún día con mi antibiblioteca, que es como creer que tendré el mismo interés que me llevó a hacerme con cada libro hace años. Una forma como otra cualquiera de ser utópico.