Un largo camino hasta Donostia
Yaya, Sheyla y Mohamed salieron de sus países de origen buscando un futuro mejor. Tras un viaje lleno de peligros e injusticias, han encontrado en Gipuzkoa un nuevo hogar donde volver a ser felices y disfrutar del camino
Ante las motosierras de los Kast y Milei, y los ataques de los Abascal, Meloni y Orban hacia las personas migrantes, las respuestas más certeras son la verdad y los abrazos de solidaridad.
Yaya, Sheila y Mohamed acaban de conocerse, pero ya se abrazan y charlan como si sus vidas se hubieran cruzado mucho antes. La mirada de los tres protagonistas ondea la bandera de la esperanza, también la del sufrimiento y la del dolor del camino, pero sobre todo defiende el convencimiento de que, aunque algunos no lo quieran, pueden ser parte de la tierra que ahora les ve crecer.
Gipuzkoa es tierra de migrantes. Cada vez lo es más. Desde 2021, la población migrante ha aumentado en un 30%, y ya uno de cada siete vecinos es de origen extranjero. Yaya, Sheila y Mohamed son tres de las 101.979 personas que nacieron fuera de nuestras fronteras y que ahora viven, trabajan y disfrutan de Gipuzkoa en su plenitud. Sin embargo, la sonrisa que se esboza en sus rostros se convierte en mueca cada vez que recuerdan el camino que les hizo llegar a Donostia. Un camino pedregoso de innumerables dificultades en el que perdieron amigos y familiares, se jugaron la vida, y fueron maltratados hasta hacerles sentir que no valían para nada.
Cuatro años de travesía peligrosa
Amadou Yaya Bah no sabe cuántos años tiene. No celebró su cumpleaños hasta que, en Málaga, ciudad a la que llegó después de cuatro largos años de viaje desde su Guinea natal, le adjudicaron su fecha de nacimiento en 1999. Salió en 2015 de la capital, Conakri, en busca de un futuro mejor. Siendo el único hombre en su familia, dejando atrás a su madre y a sus hermanas, cruzó la frontera, junto a otros dos amigos, a Mali, primero, y después a Libia.
Escondidos, lograron dejar atrás la guardia de ambas fronteras, pero fueron descubiertos y los deportaron de Libia al inhóspito y desolador desierto del Sáhara. De noche y sin saber dónde estaban, los abandonaron a merced de las altas temperaturas. “No teníamos dinero y no sabíamos a dónde ir. El objetivo era encontrar aldeas que nos mostraran el camino, pero era peligroso, porque podían tomarte como esclavo y venderte como mercancía”, recuerda Yaya.
Con ayuda de alguna buena gente que se cruzaron en el desierto, consiguieron un billete con destino a Tamarasset, una ciudad grande al sur de Argelia. “Sabíamos que en Tamarasset había mucha gente de color como nosotros que había ido a buscarse la vida, a trabajar, y quisimos hacer lo mismo nosotros. Sin embargo, el año y pico que nos pasamos allí fue muy duro”, resopla Yaya. Gracias a unos conocidos que hicieron en la ciudad, consiguieron trabajo en la construcción. Más que trabajo, esclavitud. “Dormíamos en el mismo edificio a medio hacer en el que trabajábamos, y a veces, si no les apetecía pagarnos, no lo hacían. Nos daban comida, si había suerte, y nos buscábamos la vida para sobrevivir”, recuerda.
Un día, la policía argelina se enteró de que muchos inmigrantes pasaban la noche entre las obras, y decidieron desalojar la zona. Yaya y uno de sus amigos consiguieron escapar, pero Alosein, el tercero, cayó al suelo en la huida y fue atrapado por la policía. Fue torturado durante días y golpeado hasta que le rompieron costillas y varios huesos de la espalda. Días después falleció en el hospital, en los brazos de Yaya. “Antes de morir, Alosein nos dijo que, pasara lo que pasara, teníamos que seguir con el viaje. Le prometimos que así lo haríamos y huimos de Argelia hacia Marruecos”, cuenta emocionado.
En la cuidad de Gando, ya en tierras marroquíes, consiguieron el contacto de un hombre que gestionaba los traslados en barco, de manera irregular, a Europa. “Nos dijeron que cinco de cada seis barcos no volvían, que todos acababan muertos, pero aun así yo quería seguir, no tenía nada que perder”, asegura.
Su compañero de viaje hasta el momento no pudo con el sufrimiento y decidió volverse, pero Yaya recordó la palabra que le había dado a Alosein y se lanzó a la mar. “Nos rescató un helicóptero de salvamento, y nos llevó a Málaga. Cuatro años habían pasado desde que salí de casa, pero seguía sin saber dónde estaba. Nada más llegar, nos llevaron al calabozo y tuvimos varias entrevistas con los psicólogos”, asegura. La Cruz Roja les acogió y les dio cobijo, comida y agua. “Estuve un mes en un hostal, y recuerdo que no entendía nada. El shock es tan grande que no sabes dónde estás, pero en el fondo estás muy feliz”, sonríe. “Pude llamar a mi madre, por primera vez en cuatro años, y decirle que estaba bien. Pensó que estaba muerto”. La Cruz Roja lo destinó a Donostia, al barrio del Antiguo, y consiguió la tarjeta sanitaria y el asilo. Comenzó a estudiar castellano y entonces conoció a una de las personas que le cambió la vida. Ana, su profesora de castellano de la academia Tandem de Gros, le acogió en casa y le trató como a uno de sus hijos. “Es como una madre para mí, es mi segunda familia y estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí”, relata.
Actualmente, Yaya trabaja en la empresa Amcor, en Lezo, después de pasar por otros trabajos. En los siete años que ha cumplido en Donostia, no ha parado de trabajar. Ahora, contento en “un trabajo que me encanta”, vive en Amara y todos sus amigos son vascos. “Es la mejor gente del mundo, gora los vascos”, se atreve con el euskera entre risas.
Más de un año durmiendo en la calle
Mohamed Rouchdinació en Casablanca (Marruecos) en 2000. Un crío. Sin embargo, ha tenido que pasar muchas penurias antes de cruzar la puerta del bar y sentarse frente a un servidor. “Mi familia no era del todo pobre, pero vivíamos al día. Fui a la universidad y estudié Electromecánica, pero en Marruecos no hay oportunidades, y en 2021 empecé a darle vueltas a la opción de salir del país y hacer mi vida fuera”, señala.
“Había tres opciones: cruzar el Mediterráneo en barco desde Marruecos a España, cruzar a Italia o hacer el viaje a Turquía. El sueldo medio en Marruecos no supera los 300 euros, y me pedían 1.000 por la primera opción, así que la descarté rápido”, ríe. Finalmente, se decantó por la ruta turca –ruta que utilizan muchas personas porque Turquía no solicita un visado especial para viajar–, que consistía en volar a Estambul y después buscarse la vida.
El primer objetivo fue cruzar a Grecia. “Sabíamos que la policía griega no se anda con rodeos con los inmigrantes, así que tuvimos que cruzar un río, muy peligroso, a nado y a escondidas”, recuerda. Conseguido el primer escollo, pusieron rumbo a la frontera con Macedonia del Norte. Tras cruzar a Macedonia, el siguiente país fue Serbia. Y de nuevo, tuvieron que esconderse bajo los trenes para no ser detectados por la policía. “Teníamos miedo en Serbia también, sabíamos que no íbamos a ser bien recibidos, pero conseguimos un autobús a Austria. Ahí es cuando, por fin, nos relajamos un poco porque ya entrábamos en otra Europa y nos recibieron mejor”, señala el joven. “Tuvimos que pedir el asilo porque era obligatorio, y nos ayudaron con comida, agua y cobijo”, recuerda. El invierno, presente durante todo el viaje, hizo mella en Mohamed y los compañeros de viaje de ruta, y decidieron acomodarse en Austria durante meses, trabajando y haciendo algo de dinero para dar el siguiente paso.
“Decidimos ir a Holanda, allí hay mucha gente de Marruecos y podíamos relacionarnos con gente. Estuve trabajando de jornalero en el campo, tanto en Austria como en Holanda, y aquello era muy duro. Llegó un momento en el que la cosa se puso muy tensa con la policía. Allí, te paran por la calle por ser árabe, y si no tienes los papeles en regla, te deportan. Después de oír varias historias de conocidos a los que les había ocurrido aquello, decidí moverme otra vez, pero no sabía a dónde”, relata. “Un amigo me dijo que en Almería había mucho trabajo en el campo, así que cogí un bus hacia allí”. En ese momento, Mohamed no sabía que un breve receso del conductor del autobús iba a cambiar sus planes.
“El autobús paró en Donostia, media hora, para descansar. Bajé y me puse a hablar con una persona que estaba en la estación y le comenté mi situación. Me dijo que en Almería no había nada y que era mejor buscarse la vida aquí, y sin pensarlo mucho, no tomé el autobús tras el descanso y me quedé en la estación”. Al llegar a Donostia, la situación no fue fácil. Tenía 23 años, pero “no tenía ni papeles ni trabajo, así que tuve que dormir en la calle durante más de un año con otros compañeros del Magreb que se encontraban en la misma situación”, relata. “Dormíamos en la calle, a veces en los soportales, e incluso íbamos hasta Legorreta a dormir porque hay una casa vacía donde va mucha gente sin hogar”, cuenta.
En Gipuzkoa, fuentes institucionales apuntan a que hay 524 personas en situación de calle, y que el 80% de estas pernoctan en las calles donostiarras. Sin embargo, asociaciones que ayudan a estos colectivos afirman que son muchos más y que cada vez es más difícil su camino. Recientemente, se conoció la noticia de que un hombre sin techo murió en la plaza Easo por “causas naturales”.
Fallece un hombre en la plaza Easo de Donostia
Gracias a asociaciones como Jatorkin, que ayuda a la integración de personas migrantes en situaciones precarias, Mohamed pudo acceder a un piso, y mediante un programa del Gobierno Vasco, comenzó a recibir una ayuda de 400 euros al mes. “Yo quería trabajar de lo que había estudiado, pero cuando fui a homologar la licenciatura, me dijeron que tenía que sacar de nuevo el Bachillerato”, apunta. “Comencé a hacer un grado medio para conseguir los papeles, y mientras, trabajaba en lo que podía”, señala.
Dos años después de llegar a Donostia, estudiando un grado de soldadura, está en proceso de conseguir los papeles que le permitan trabajar con contrato. Consagrado en la capital guipuzcoana, “solo tengo palabras de agradecimiento para la gente en Euskadi. La gente es encantadora y quiero que esta sea mi casa para el resto de mi vida”.
Maltratada por ser mujer
Sheyla Mariela Díaz (Nicaragua, 1987) es el fiel reflejo de que, además de haber sufrido muchas dificultades a la hora de migrar, las mujeres siguen sufriendo violencia estructural en casi todas las partes del mundo. Nacida en una familia religiosa, su madre tenía un plan para ella. “Tenía que limpiar la casa y casarme pronto con un hombre que me mantuviese”, cuenta. “Yo no quería eso, quería divertirme, como las demás adolescentes de Nicaragua”, añade. Esa misión de vida que le había puesto su madre, le ahogaría durante años en el país centroamericano, hasta que decidió partir en busca de una nueva vida. “Con 17 años, me quedé embarazada de un hombre que no quería, y mi madre no lo aceptó y me echó de casa. Me fui a vivir con él, pero comenzó a pegarme y a tratarme de chacha, y huí”, señala. En 2005, nació su hijo Brian y los dos, sin casa y sin nadie de la familia que les apoyara, tuvieron que buscarse la vida en la calle. “Mi familia no me daba nada, y mi marido, del que me separé, me pegaba. Con un niño de un año en la calle se pasa muy mal, una situación horrible”, refleja. Apegada a la iglesia desde pequeña, fue su cobijo y su salvación durante años. “Me prestaban comida, un lugar donde estar y cosas para Brian. Les debo mucho”, se emociona.
Trabajaba cuidando personas mayores y niños, porque “en mi casa es lo que me habían dicho que era la única cosa que sabía hacer”, y así estuvo durante años, hasta que sintió la necesidad de buscar algo más. Volvió a quedarse embarazada de otro hombre, pero éste volvió a no quererla y ejerció todo tipo de violencia sobre ella. “Llegamos a los golpes, me decía que no valía para nada y que sin él solo era una prostituta, y que a dónde iba a ir”. Desesperada, decidió viajar a España, a Valencia, porque tenía una amiga que trabajaba allí, y huir del sufrimiento. “Mi amiga me pagó el billete y me hice pasar por turista. A partir de ahí, seguí yo sola”, relata.
Trabajó de cuidadora enValencia, hasta que le llegó la oportunidad de venir a Lasarte-Oria. “Tuve varios trabajos de cuidadora en Donostia, pero también de frutera y de otras cosas, tenía que pagarme un alquiler y ahorrar para mis hijos”, apunta. Empezó con todos los trámites del asilo para conseguir los papeles. Después de estar 10 meses luchando, lo consiguió. “Cuando más contenta estaba por haber conseguido el asilo, me llaman de Nicaragua y me dicen que uno de mis hijos tiene un tumor que le recorre todo el pecho y que tengo que ir a cuidarle. Esto fue un jueves, el lunes estaba en Nicaragua”, cuenta.
Se encontró con una situación muy difícil. Los pequeños, que habían estado viviendo con el padre de su segundo hijo, se convirtieron en algo que Sheyla no quería. “Mi hijo mayor era alcohólico a los 14 años por estar con mi marido, que también lo era, y mi otro niño tenía un cáncer muy difícil de curar. Cuando fuimos al hospital, no quisieron tratar a mi hijo, porque al yo haber pedido el asilo en España, me decían que era responsabilidad española el cuidado de mi hijo”, relata emocionada.
Estuvo meses cuidando a su hijo en casa. En el hospital le daban dos bombonas a la semana, pero su hijo necesitaba una cada día para respirar. “Comprábamos en el mercado negro, no tenía otra solución”. El 10 noviembre de 2021 falleció su hijo de cáncer sin poder ser tratado por los médicos. “Me dijo, antes de morir, que ya sabía que se tenía que ir, pero que le tenía que prometer que iba a sonreír y que iba a seguir para adelante”, cuenta. “El día que se murió mi hijo, mi marido se llevó todo de casa y me dejó sin nada. No podía dejar de llorar, pero mi otro hijo me dijo que cogiéramos lo poco que teníamos y que nos íbamos para Donostia”, señala.
Con una mano delante y otra detrás, llegaron a Donostia y comenzaron de nuevo su vida. “Apunté a Brian en un colegio en Irun, para que estudiara y jugara al fútbol. Yo seguía trabajando en fruterías y cuidando mayores”. Se casó con otro hombre nicaragüense, el tercero, pero este parece ser el definitivo. “Por fin encontré un hombre y un lugar que me trataban bien, que querían que me quedase a su lado y que fuera feliz”.
Por un futuro mejor, Yaya, Sheyla y Mohamed pasaron por dificultades que jamás pensaron que iba a tener que afrontar. Mucho sufrimiento que ahora, se traduce a felicidad y ganas de disfrutar. Después de la conversación, Yaya tiene que ir a trabajar en Lezo, a Sheyla le espera su familia en su casa de Ategorrieta, y Mohamed tiene que ir a estudiar. Son uno más, y merecen serlo.