Lupe Luengo, Maite Sorozabal y Pili Jáuregui suben las escaleras de madera situadas en Tabakalera, las mismas que ascendieron durante más de 30 años, cuando trabajaban como cigarreras en la antigua fábrica de tabacos donostiarra. “Este lugar me trae muchísimos recuerdos, la mayoría de ellos muy bonitos”, cuenta Maite, en compañía de sus dos íntimas amigas.
Las tres comenzaron sus labores en la emblemática compañía cuando apenas tenían 18 años. Allí es donde se conocieron y el lugar en el que forjaron una estrecha amistad que se mantiene en la actualidad. “Desde que la fábrica cerró sus puertas en 2002, tenemos la costumbre de realizar una comida el último jueves de cada mes. Son como mis hermanas”, indica Pili.
El horario, lo más duro
Si en algo coinciden estas cigarreras es en alabar el ambiente que se respiraba en la extinta fábrica: “Era un trabajo muy ameno. Fuimos tremendamente felices llevándolo a cabo, ya que había muy buen rollo y la mayoría de las compañeras nos hacíamos amigas enseguida. Además, no estábamos sometidas a una vigilancia excesiva, lo que nos daba mucha libertad”, opina Maite, quien guarda un grato recuerdo de su primer jefe, Gonzalo: “Aquel hombre era un santo, una bellísima persona. Nos hizo la vida muy fácil y fue como un padre para nosotras”.
Sin embargo, como todos los trabajos, el de las cigarreras también presentaba algún inconveniente. Para Lupe, los horarios eran la parte más dura: “Teníamos dos turnos de ocho horas. De seis de la mañana a dos de la tarde y de dos de la tarde a diez de la noche, sábados incluidos. También realizábamos horas extra, y estaban muy bien pagadas. En aquella época no teníamos las facilidades que tienen los jóvenes de hoy en día. El trabajo era lo primero y, muchas veces, dábamos a nuestros padres casi todo lo que ganábamos”.
Tanto Pili como Maite desarrollaron gran parte de su labor en el taller de la fábrica, que recibía los fardos de tabaco y contaba con una gran máquina que sacaba los cigarros preparados. Ellas se encargaban de empaquetarlos. La producción que se requería siempre salía adelante gracias al buen hacer de un equipo comprometido y donde cada una ponía su granito de arena. Por su parte, Lupe estaba en el departamento de control de calidad, donde se comprobaba que el empaquetado fuese correcto, así como el peso, el diámetro y el precinto de los cigarrillos.
El trabajo bien hecho tenía su recompensa, con un buen salario y alegría en las instalaciones: “En la media hora libre que teníamos para comer nos lo pasábamos bomba. Éramos como una gran familia, siempre nos ayudábamos las unas a las otras y nos encantaba disfrutar de nuestra compañía”, recuerda Maite.
Una sociedad machista
Durante las décadas de los 60 y 70, no era habitual que las mujeres trabajaran. No obstante, en la tabacalera de Donostia la mayoría de las empleadas eran mujeres. Los hombres eran, por norma general, los mecánicos de la empresa o quienes tenían puestos de mando.
Tal y como rememora Pili, “con nosotras entraron muchas cigarreras, y representamos un cambio de generación. Comenzamos a luchar por nuestros derechos y por conseguir algunos privilegios que estaban destinados únicamente a los hombres de la compañía. Por ejemplo, sólo a ellos se les permitía fumar en las instalaciones, pero finalmente nosotras también pudimos hacerlo. Poco a poco, encontramos nuestro espacio y obtuvimos el respeto que buscábamos. Tenemos el orgullo de haber disfrutado de una vida laboral plena y feliz. Fuimos unas afortunadas, más aún tratándose de una época en la que había muchísima desigualdad entre hombres y mujeres en cada uno de los ámbitos”.
En este aspecto, Maite lo tiene claro: “Yo siempre digo que tuvimos el placer de trabajar en la mejor empresa del mundo. Había doce tabacaleras a nivel estatal, y todas ellas eran un motor económico imprescindible en sus respectivas ciudades”.
Esta bonanza económica les permitió ser independientes en una sociedad que no veía con buenos ojos que las mujeres no tuviesen ataduras. Fueron, como tantas otras de su generación, unas adelantadas a su tiempo, aunque lo que las tres valoran por encima de todo es el irrompible vínculo que les regaló este oficio ya desaparecido.