Zenón Acarreta Zubiri hizo señales de fuego desde el faro para que el barquero llevara a una partera desde el puerto hasta la isla Santa Clara y su mujer pudiera dar a luz. Acarreta fue uno de los doce fareros que se encargaron de encender el faro de la isla desde 1864 hasta 1968. A pocos metros de la ciudad pero, a la vez, aislados de ella, la historia de cada una de esas doce familias es, cuando menos, curiosa. Los donostiarras Iñigo Jiménez y Jesús María Palacios han recogido sus vivencias y, con ellas, parte de la historia de Santa Clara en un libro que en pocos días estrenará su segunda edición bajo el título Los habitantes del faro de Santa Clara, Santa Klarako itsasargiko biztanleak.
El faro de Santa Clara se construyó en 1864, con un coste entonces de 122.321,75 reales. Ahora, automatizado, se alimenta de placas solares y está controlado por el técnico del de Igeldo.
Pero hace 150 años ser torrero no era un oficio habitual y ejercer en una isla condicionaba su forma de vida. La plaza se obtenía por oposición y de los doce gestores de Santa Clara, solo uno de ellos, el primero, era donostiarra: consiguió que le trasladaran a Gipuzkoa desde Huelva por una enfermedad reumática en un pie que le aconsejaba acudir a los baños de Zestoa. Tras él, hubo en la isla torreros originarios de Madrid, Málaga, Teruel, Logroño, Granada o A Coruña, aunque parece que por su oficio les trasladaban bastante de un lugar a otro.
Durante su estancia en Santa Clara los torreros fueron acomodando la isla a sus necesidades y trabajaron huertas e, incluso, tuvieron animales, como vacas, gallinas o mulas. Para trasladarse a Donostia necesitaban que un barquero les llevara. Aunque a Acarreta mostrar un paño de color o hacer señales de fuego le sirvió para que la partera atendiera a su mujer en los al menos ocho partos que tuvo en la isla, otro farero no tuvo tanta suerte: Francisco Alonso, que trabajó en la isla de 1925 a 1933, se puso enfermo una noche y aunque envió señales al puerto y al faro de Igeldo, nadie las vio y murió por una perforación del intestino esa misma noche. En 1934, finalmente, les concedieron el presupuesto para adquirir un bote propio y arrancaron las obras para construir el embarcadero.
Un bar en el faro
Unos años después, en 1942, se construyó el cable submarino que permitió que llegara la electricidad a Santa Clara, ya que hasta entonces las familias del faro se alumbraban con candiles. Y en 1946 llegó el agua potable, aunque solo en verano. Hasta entonces, se abastecían con una cisterna que acumulaba el agua de lluvia (había una fuente de agua potable en la isla, aunque algo alejada del faro).
Sus vivencias fueron cambiando la isla y durante la gestión de José Manuel Andoin Torralbo, el último farero de la isla (de 1944 a 1968), su madre, conocida como la señora María, abrió el primer bar en el faro.
En realidad Jiménez y Palacios empezaron a escribir el libro a partir de la historia de Andoin que, además de torrero, era campeón olímpico de tiro y acudió a cuatro olimpiadas. Entrenaba en la isla y sus disparos se escuchaban desde La Concha. Vivió con su madre en Santa Clara durante más de 20 años (fue el que más tiempo pasó en el faro). En 1968, cuando se automatizó el faro, lo enviaron al de Igeldo. Con sus vivencias hicieron el documental Ur artean. Pero quisieron dar salida a toda la información que se fueron encontrando sobre el resto de fareros y crearon el libro.
“Empezamos a investigar y apareció mucha información sobre él y sobre otros”, cuenta Jiménez, que sugiere que el libro puede ser el punto de partida para posteriores investigaciones sobre el oficio y sobre la isla. Afirma que ellos no son investigadores. Por eso han querido hacer un libro sencillo, pero están muy contentos con la respuesta que ha tenido y que les ha llevado a preparar la segunda edición. “Sí hay interés sobre la isla”, constata Jiménez, que recuerda que durante una época Santa Clara fue muy frecuentada por los donostiarras y acogió fiestas, juegos y muchas actividades.
Ahí al lado
Aunque está ahí al lado y sale en todas las postales de la ciudad, la isla Santa Clara sigue siendo una desconocida para muchos ciudadanos. Fue lugar de destierro y de cuarentena para enfermos y también sede de guarniciones militares.
Durante años se pensó en distintos proyectos para la isla que no llegaron a cuajar. Uno de ellos, que se repitió en distintas épocas, era conectarla a Ondarreta, aunque a finales del siglo XIX también se pensó en crear pabellones y kioscos para conciertos y bailes para veraneantes. También se proyectó un cable aéreo entre Igeldo y Urgull que transportara pasajeros y se ideó colocar un monumento en honor a la reina María Cristina, que tampoco se llegó a ejecutar. En 1969 en un concurso de ideas se llegó a proponer colocar una cascada artificial de unos 70 metros que lanzara un chorro de agua a diario a las 12.00 horas.