El problema va más allá de una anécdota de frutería. La aparición precoz de frutas y verduras en cualquier época del año –empujada por la importación masiva y los cultivos intensivos– está provocando una pérdida de referencia generalizada. Muchos adultos ya no sabrían decir qué productos pertenecen a qué estación. Y más preocupante aún: buena parte de nuestros niños y niñas no tienen la menor idea de cuándo se recolecta una vaina o si el tomate es fruto del verano o del invierno.
Comemos todos los días, pero el sistema educativo sigue sin incorporar esta cuestión de forma estructural. La alimentación, como acto cotidiano y esencial, sigue al margen del currículo. Y sin embargo, ¿existe una herramienta más poderosa para educar en salud, cultura, sostenibilidad y autonomía?
Hace unos años participé en un proyecto que hoy echo de menos. Fue una iniciativa conjunta entre Ikastolen Elkartea, Eroski y el Basque Culinary Center. Consistía en enseñar a niños de entre 8 y 11 años a hacer la compra con productos locales y de temporada. Con esa cesta, cocinaban un menú sencillo, equilibrado y adaptado a cada estación. Los resultados eran asombrosos: comían pescado con gusto, aceptaban nuevas verduras, participaban en el proceso con entusiasmo. La cocina, como ocurre siempre, se convertía en un aula viva.
Está demostrado: si un niño cocina, come lo elaborado. Si simplemente se le sirve un plato, no hay garantías. Pero la experiencia iba más allá de lo alimentario. Aprendían a colaborar, a limpiar, a poner la mesa, a recoger. Aprendían a convivir. Y sobre todo, desarrollaban criterio. Aprendían a mirar los alimentos con otros ojos.
Educación
Pero la necesidad sigue ahí. Más aún en un momento en que hablamos de salud pública, de obesidad infantil, de transición ecológica, de despoblamiento rural… ¿No deberíamos empezar por lo más básico? Por lo que comemos. Por lo que enseñamos a comer.
Recuperar la temporalidad, entender la procedencia de los alimentos, saber cómo se cocinan, valorar la labor del baserritarra, reducir el desperdicio, organizar menús reales… Todo eso debería ser parte del aprendizaje en una ikastola. Como sumar, leer o reciclar. Porque educar para el comer es, en el fondo, educar para vivir.
Hacer del comedor escolar un espacio pedagógico. Acercar la huerta a la escuela. Cocinar en clase. Ir a comprar al mercado. Compartir mesa. Integrar la alimentación como una dimensión cultural, social y ambiental. No es una utopía. Es una necesidad. Y está en nuestras manos —las de las familias, las de los docentes, las de las instituciones— para que deje de ser la eterna asignatura pendiente.