Martes, 28 de noviembre. La gala de las Estrellas Michelin, en Barcelona, avanza lentamente. Han transcurrido casi dos horas y todavía no se ha entregado ninguna estrella. Eso sí, el público ya se ha sentado, ya han pasado por el escenario el alcalde de Barcelona y los responsables de la Michelin, y ya han sido entregadas las cuatro distinciones al Mejor Sumiller (Pitu Roca de El Celler de Can Roca), Mejor Jefe de Sala (Joan Carles Ibáñez de Lasarte, Barcelona), Young Chef (Martina Puigvert de Les Cols) y Chef Mentor (Juan Mari Arzak). Tres catalanes y un vasco para cuatro distinciones. Los comentarios de los usuarios de streaming no tienen desperdicio. 

Andreu Buenafuente presenta la gala y, en el minuto 1:48, da la bienvenida a Ainhoa Arbizu para acompañarle hasta el final. Y, como por arte de magia, la cosa se acelera. La catalana de nombre vasco se pone seria y, antes de empezar con las nuevas estrellas, advierte: “Dos cositas”, y mirando al público las deja claras: “Cuando os subáis al escenario, os pedimos que lo hagáis así, de forma ágil, y si os quitáis antes la americana o la chaqueta mejor (…). Luego os haremos la foto individual y os pediremos que os pongáis detrás del escenario”.

Y sigue la presentadora: “Además, como novedad, y desde aquí gracias y lo sentimos un poquito (sic) porque sabemos que es un momento muy emotivo, pero no vamos a ceder la palabra en el escenario. Sabemos que es un momento emocionante, pero queríamos agilizar el ritmo de la gala (…). Así que, los sentimos y, ahora sí, vamos a ello”. 

Y vaya si fueron a ello. Marcado férreamente el protocolo, los presentadores comenzaron a enumerar, una a una, las nuevas estrellas Michelin, nada menos que 31. Y según mencionaban un restaurante, los galardonados se quitaban apresuradamente sus chaquetas dejándolas en manos de sus acompañantes para correr rampa abajo hacia el escenario, donde dos chicas les imponían la chaquetilla, les abrochaban un botón o dos, y les dirigían al centro, donde en un instante les hacían una foto sin terminar de abrocharse la preciada prenda. Para cuando querían darse cuenta, los presentadores ya estaban llamando al siguiente, con lo que tenían que retirarse atropelladamente… y así con todos. Exactamente en media hora, entre el minuto 1:50 y el 2:20 de la gala, pasaron los 31 restaurantes, con lo que los premiados no tuvieron ni un triste minuto de gloria para saborear las mieles del triunfo. En un momento, Andreu Buenafuente comentó a uno de ellos, quiero creer que sin mala intención, “disfruta del momento”. Y no pudo ser más acertado el showman ya que, efectivamente, fue un momento, y muy escaso, el que dedicó la gala a cada nuevo estrellado.  

Siguió la noche con la entrega de las estrellas verdes a la “gastronomía sostenible”, 12 nuevas estrellas que se entregaron, también sin ceder la palabra, en 10 minutos. Y terminados estos dos trámites se dio paso, eso sí, a una parte más reposada de la gala con la entrega al único dos estrellas, Venta Moncalvillo, cuyos responsables contaron con casi 6 minutos de escenario (todo un privilegio), y se pasó a enumerar a los dos nuevos tres estrellas, Noor y Disfrutar, y a homenajear a todos los triestrellados del Estado, contando para ello con 30 minutos, el mismo tiempo que se dedicó a los recién llegados.

 

Una entrega supersónica

En resumidas cuentas, de las tres horas que duró la gala, la parte, en mi opinión, más importante de la misma, es decir, la curiosidad por saber quiénes eran los nuevos integrantes del universo Michelin, se liquidó en 30 apresurados minutos en los que el público no tuvo tiempo de asimilar lo visto. Y no puedo evitar pensar en que antes, estas ceremonias, aunque eran más largas, al menos daban la importancia que se merecía a cada chef, que podía agradecer el galardón y tener, al menos, un par de minutos de gloria despachados con dignidad y elegancia. La gala de la semana pasada careció de todo glamour, recordando esa imagen de los chefs espoleados al escenario y obligados a retirarse de él en dos segundos más a un concurso de perros de pastor conduciendo a las ovejas al redil, que a la gala gastronómica más importante del año. La blancura de las chaquetillas, además, reforzaba esa imagen ovina.

La conclusión de este juntaletras que aborrece de los circos gastronómicos pero que todos los años se encuentra como un tonto ante la pantalla contemplando la gala de la empresa de neumáticos francesa es, simplemente, que esto cada vez es menos serio. La Michelin sigue siendo, con sus defectos y servidumbres, la mejor y más coherente guía gastronómica del mundo y la consecución de una estrella es uno de los mayores logros a los que puede acceder un chef, nada comparable a otras guías o distinciones. Pero también es cierto que cada vez hay más estrellados (272 restaurantes con estrella en el estado español frente a los 120 que había en 2008, antes de empezar la era de las crisis), con lo que el obtener una estrella va degradándose en valor cada año que pasa, una sensación que al menos podría ser contrarrestada por la Michelin si al menos dieran más importancia a sus premiados en este primer momento, en esta entrega de la estrella.

Lamentablemente, estas galas son cada vez más un espectáculo y, sobre todo, una forma de recaudar fondos, con lo que la mayoría de la misma se cede a las autoridades de la ciudad que la acoge, a los patrocinadores y a los propios responsables de la guía en detrimento de quienes deberían ser los principales protagonistas: los nuevos premiados.

 

¿Qué pasa con Euskal Herria?

Antes de terminar la crónica, una reflexión acerca del papel jugado este año por nuestra “nación gastronómica”, que salvo la merecidísima estrella de Kabo en Iruña y la verde de El Molino de Urdaniz, también en Nafarroa, sumada a la única estrella de Bizkaia, ganada por un japonés en Axpe, no ha conseguido nada más en esta edición, resultando una de las zonas peor tratadas por la Guía Roja. Benjamín Lana, nuevo director de San Sebastián Gastronomika, comentaba desde su atalaya en 7 Caníbales que “en el País Vasco igual habría que pensar un poco qué está pasando y por qué, pese a las grandes inversiones públicas destinadas a garantizar la otrora hegemonía culinaria”. Mi opinión es diferente. En Euskal Herria, actualmente, la mayoría de chefs, tanto jóvenes como veteranos, apuesta clara y firmemente por la tradición y la proximidad. Y la hegemonía que en su día tuvo la vanguardia se ha disipado de los nuevos restaurantes en los que manda más el producto, la tradición y la calidad. Y este es un hecho del que yo, personalmente, me enorgullezco.

Obviamente, la Michelin busca más la creatividad, la vanguardia, la sorpresa, la pompa, el boato… con lo que seguir por el camino actual nos alejará de la uniformización gastronómica a la que llevan las grandes guías mundiales y nos atará más a nuestra tierra y a nuestra idiosincrasia, pero, previsiblemente, nos distanciará de listas y distinciones de alto standing. ¿Conllevará ello una pérdida de nuestro prestigio internacional o, al contrario, al dar la espalda a las servidumbres de la Michelin y las grandes listas estaremos, una vez más, adelantándonos a nuestro tiempo? Ferrán Adriá, quien hace 25 años arrastró a todo el mundo culinario a una vanguardia de formas, texturas y sabores imposibles afirma ahora que el alejarse de lo autóctono “es un drama” y que “hay que apostar por la cocina tradicional”. ¿Estaremos asistiendo al final de la era Michelin?