Flor Blanco se vino, valga la redundancia, en la flor de la vida a Zumarraga, en 2005, con casi 19 años. Ahora, con 37, es consciente de que pronto llevará más tiempo aquí que en su tierra, Nicaragua, aunque a efectos prácticos reconoce sentirse “más de aquí que de allí”.

“Cuando llegué venía de un país en el que los restaurantes son para los turistas”, recuerda, rememorando sus primeros años en Nagarote, un municipio del departamento de León, al norte de Managua. “En mi país la gente no va a los restaurantes. Somos más de comida callejera. La vecina que prepara talos de maíz y los vende delante de casa, la que hace queso natural… No se va de bar en bar. La gente cobra cada quince días, separa lo que puede gastar, y si se sale se va a un solo local”.

El comentario de Flor viene a cuento de que esta hostelera es una ardiente defensora del txikiteo, el poteo, el alternar de bar en bar. Flor es consciente de que a partir de la pandemia se ha perdido esa costumbre y cree que con ella se está perdiendo una parte importante de nuestra identidad, de nuestra cultura incluso. “Cuando vine aquí no sabía ni lo que era un pote”, rememora, “pero tras trabajar en varios bares llegué a conocer a la gente por lo que bebía. Recuerdo que me empezaban a describir a alguien, su altura, su coche… y cuando al final caía era cuando me decían qué bebía habitualmente. La costumbre del poteo estaba muy arraigada y cada uno tenía su bebida concreta. Los recorridos eran sagrados. Cuando abría un bar nuevo le costaba mucho tiempo que las cuadrillas de txikiteros lo incluyeran en su ronda”.

Como tantos inmigrantes, su inicio laboral tras pisar tierra vasca no fue en la hostelería, sino dedicándose a los cuidados. “Parece que los de fuera estamos predestinados a cuidar de los mayores”, comenta sonriendo, “pero a mí se me dio fatal. Eso sí, fue suficiente para darme cuenta del temple y la valentía que tienen las chicas que se dedican a ello”, afirma con el máximo respeto.

Animada por uno de sus hermanos se decantó por la hostelería, iniciándose en el Arrano de Legazpi. “La gente me trató de maravilla y aprendí mucho. Pero donde más lo hice fue en los 13 años que pasé en el Alexander de Zumarraga, donde tuve mi mejor maestro, Manolo, fallecido el año pasado”. Confiesa Flor que fue en esa etapa cuando ella también adquirió lo que considera la sana costumbre del txikiteo.

“Si tú consumes lo que vendes, das fiabilidad”, me comentaba Manolo, “y enseguida vi que tenía razón. Poteando te encontrabas con los clientes en otros bares y charlabas con ellos. Era otra forma de fidelizar a la gente, además de que se crean vínculos con el resto de la gente de tu profesión. Cuando hay que pedir un favor no es lo mismo entrar a un bar donde no has estado en tu vida o tener confianza. Y no sólo eso. Cuántas discusiones he visto arreglarse apoyados en una barra, y cuántos negocios he visto cerrar en la barra del bar… es algo que prácticamente se ha perdido”.

Un año terrorífico

Finalizada su etapa en el Alexander, y tras un año en el Hogar del Jubilado, Flor se animó en septiembre de 2020, en plena pandemia, a coger el Berri, un bar que llevaba tres años y medio cerrado, en el centro de Zumarraga.El inicio fue bastante duro y el 2021 fue terrorífico. Además, me plantaron una obra, me levantaron la calle… No sé qué más me podía pasar. Pero el Ayuntamiento se portó muy bien con las terrazas, y a base de luchar he salido adelante”, apunta satisfecha.

Con el tiempo, Flor ha convertido el Berri en un espacio muy acogedor. “Lo he convertido en mi casa y he conseguido tener mi clientela. Lo he decorado con cariño, corto buen jamón delante del cliente, trato de tener buen género…”. El pintxo-pote, que se ofrece los viernes de 19.00 a 21.00 horas es un éxito, y el Berri y los bares del entorno no dan abasto. De hecho, Flor es una firme defensora de esta fórmula. “Si se hace bien, el pintxo-pote saca a la gente de casa y llena los bares. El jueves se hace en Urretxu y el viernes aquí, y los bares se petan. En nuestro caso, los proveedores se portan de maravilla, y la gente también”.

A punto de cumplir tres años al frente del Berri, Flor está encantada de lo conseguido y no mira atrás. “Lo único que echo en falta es el caserío donde me crié y el hecho de que en aquellos tiempos nos conformábamos con un vaso de leche y un cacho de pan. No nos hacía falta nada más para sentir una felicidad plena”.