A hora y cuarto del comienzo del partido. Entonces no había asientos aún en los fondos. Llegó la primera avalancha. Caía de todo, latas de cerveza y piedras traídas de la calle.

"EL fútbol ha muerto". Michel Platini lo aseveró cuando levantó el entorchado más triste de su historia aquella trágica noche del 29 de mayo de 1985, cuando 39 personas fallecieron y unas 600 resultaron heridas en el estadio de Heysel durante los prolegómenos de la final de la Copa de Europa entre Juventus y Liverpool (1-0). La masacre, de la que hoy se cumple un cuarto de siglo, replanteó las normas de seguridad en los estadios y privó a los clubes ingleses de competir a nivel continental durante un lustro, pena que para los reds se extendió hasta los diez años aunque quedó rebajada luego a seis. Aún ahora, el tema bordea lo tabú en la ciudad del Merseyside. El ex futbolista y comentarista Michael Robinson, que formaba parte de la plantilla dirigida por Joe Fagan, recuerda con dolor esa velada, tanto que prefiere ser cauto para huir de las malas interpretaciones. James Carrió, actual colaborador del exitoso blog The Kid Torres -que analiza la actualidad sobre El Niño y la entidad de Anfield-, también se estremece cuando evoca lo vivido in situ las jornadas previas en suelo belga y en el mismo escenario de los hechos. Horror, silencio y duelo.

El espanto no fue producto de la fatalidad ni de la casualidad, ni de que alguien encendiera la chispa incorrecta, ya que éste comenzó a gestarse doce meses antes. El 30 de mayo de 1984 el Liverpool derrotó en la lotería de los penaltis a la Roma en la pugna por el reinado europeo, desatándose una trifulca donde los supporters eran minoría aunque la Policía les señaló como culpables, lo que cimentó la sed de venganza. Liverpool, bajo el mandato gubernamental de Margaret Thatcher, era un territorio desencantado que contemplaba el cierre de los astilleros Albert Dock, con miles de ciudadanos en paro, e incluso la población pasó del millón a los 500.000 habitantes, por culpa de la manía persecutoria desde Londres hacia las personas de origen irlandés. Lo atestigua Robinson: "Es la única ciudad donde he visto que un niño mordía a un perro de hambre, y no al revés". Proclamada la Juventus campeona de la Recopa, la lucha por la Supercopa europea se fijó como el combate entre dos países, la vendetta por lo sucedido al conjunto romano. Los de Turín vencieron 2-0 en la ida pero la vuelta no se llegó a celebrar porque los reds no hallaron fechas y la UEFA les dio perdedores. Más leña al fuego. Desde ese momento el cruce de declaraciones, alentado por la prensa, creció de forma exponencial hasta que la final de aquella Champions quiso que Juve y Liverpool volvieran a verse las caras. Cruel destino cuando en juego estaba la dignidad.

La inoperante organización echó una mano al cuello. La UEFA repartió a las aficiones de cada club en diferentes zonas del estadio y reservó otro lugar para los belgas que quisieran asistir al evento. Lógicamente, los hinchas de los equipos en liza compraron entradas al público local, de manera que iban a coincidir en el mismo sitio, la zona Z, una jaula sin cordón policial que aventuraba problemas. De pie, en uno de los fondos y junto al córner. Un anexo a la zona X, donde primaba el seguidor inglés. Los sucesos se desencadenaron sobre las 19.00 horas, una hora y cuarto antes del arranque del partido, pero cabe rememorar lo sucedido desde cinco días antes en Bruselas, cuyas gentes tenían el miedo en el cuerpo a pesar de su carácter hospitalario. Los primeros enfrentamientos ya se produjeron el día 24 en la Grand Place. Los policías, poco acostumbrados al alboroto, no dieron abasto porque tampoco se destinó el número suficiente de agentes. Restaurantes con las terrazas literalmente destrozadas, tiendas de alimentación donde hurtaron hasta la caja registradora, detenciones... Y hasta violaciones. Los estragos de la memoria y el alcohol. Para colmo de males, un hincha del Liverpool fue apuñalado cerca de la catedral del Saint Michel. Un reguero de incidentes hasta que se alcanzó el infausto día 29.

se abren las puertas... 18.00 horas. Se abren las puertas de Heysel y las cajas de cerveza corren hacia las entrañas del campo sin control alguno. Como en la esperpéntica zona Z. Una hora más tarde, la primera avalancha. "Caían latas y piedras desde las filas de arriba", y el tumulto era cada vez más grande. En un primer intento los italianos aguantaron el empuje, pero no contuvieron el segundo, con los ingleses tratando de invadir su parcela: así, recularon hasta quedar atrapados entre el muro y la valla que daba al terreno de juego. "Me quedé clavado mirando mientras otros reían y jadeaban", cuenta Carrió en su artículo Que no vuelva a suceder. La final acababa de morir sin haber empezado. "Los gritos de dolor y sufrimiento retumbaron mucho tiempo en mi cabeza. Y lo que no se me olvidará jamás fue la mirada, los ojos, de un niño que no pasaba de los 12 años mientras su vida se iba apagando, atrapado desde el pecho para abajo entre la multitud. La borrachera se me pasó de golpe", narra. Por su parte, Robinson admite a ete periódico que aquello marcó "un antes y un después", aunque se decanta por pasar de puntillas. "Fue un auténtico desastre. No sólo el Liverpool, toda la hinchada inglesa llevaba consigo el estigma de ser una afición malísima, algo que se ganó a pulso. Pero no sé si los reds fueron los únicos culpables de todo lo que pasó. No me gustaría pronunciarme al respecto. Anfield siempre ha tenido la fama de ser una de las mejores aficiones, y ahora lo está demostrando. Lo que sucedió esa noche se germinó días antes. Tampoco quiero ahondar en cómo se comportó el público de la Juventus porque sus muertos merecen ser honrados. No me gustaría mezclar cosas", matiza. "Lo que está claro es que fue una enorme tragedia. Sí quiero aclarar una cuestión: aquellos que dicen que los futbolistas no fueron conscientes de la magnitud de lo que ocurrió es algo que no me cabe en la cabeza. Es una gran mentira", subraya Robinson. Los capitanes leyeron un comunicado pidiendo tranquilidad y el envite se jugó con noventa minutos de retraso.

Lo que acostumbra a ser una fiesta derivó en pesadilla. Resplandecían las luces de las sirenas sobre un olor descarnado y una ciudad enmudecida minutos después de que la UEFA permitiera la celebración del partido. ¿Qué había que celebrar? Sobre el verde, los jugadores ingleses, acorbadados por lo acaecido, y los italianos, replegados en su área. Futbolísticamente, un tedio a excepción de dos intervenciones excelentes de Tacconi a disparos de Wark y Whelan. Para más inri, el árbitro suizo André Dayna regaló una pena máxima a la Juve en el minuto 56 por derribo, fuera del área, de Gillespie a Boniek. Platini no desperdició el obsequio. 18 minutos después no sancionó un penalti por zancadilla de Boniek a Whelan. El epílogo de una noche que debió acabar a las seis de la tarde. La pancarta que algunos tifossi enarbolaron en medio de los incidentes, Mamma sono qui (Mamá, estoy aquí), que en un principio quiso ser jubilosa, se tornó en un telegrama necrológico para muchas familias.

ínfimas condenas particulares Tras cinco meses de juicio, sólo fueron inculpados catorce aficionados del Liverpool, condenados a tres años de prisión por la justicia belga aunque, cuando llevaban cumplida media pena, la sentencia fue suspendida al entender que el homicidio fue involuntario. Ni la UEFA, ni los propietarios del estadio, ni las autoridades responsables del tema de la seguridad sufrieron daño alguno. Heysel fue derrumbado y sobre sus cenizas se edificó el estadio Rey Balduino. "Entiendo que la Juventus no cierre esa herida porque les arrebataron muchas vidas", dice Carrió. La imposibilidad de participar en Europa cortó la progresión de los clubes ingleses y de futbolistas que emigraron de las islas británicas como Gascoigne, Lineker, Hoddle, Hughes, Rush, Platt, y de técnicos como Venables o Toshack. Con todo, el Gobierno anglosajón no tomó severas medidas hasta cuatro años más tarde, con la tragedia de Hillsborough en 1989, en la que fallecieron 96 hinchas del Liverpool aplastados contra las vallas del estadio de Sheffield por culpa de otra avalancha, durante el transcurso del encuentro de semifinales de Copa entre los reds y el Nottingham Forest.

Fue entonces cuando Thatcher se decidió a actuar con contundencia y dictó la Football Spectactors Act y el Informe Taylor para erradicar el hooliganismo. Heysel dio pie a libros como Crónica de una muerte anunciada-La verdad sobre Heysel, de Francesco Caremani; o La última curva, de Nereo Ferlat; y al transfondo de canciones como 38, de Revolting Cocks, y Memorial, de Michael Nyman. Un monumento con 39 luces y los nombres de las víctimas (la mayor, Margiotta Lusci, de 58 años; la menor, Andrea Casula, de 11 años) preside hoy el acceso a la Tribuna Principal. Y en sus muros de ladrillo rojo, únicamente una placa en latín, In memoriam. De aquel niño en cuya mirada se le fue la vida.

Y llegó la tragedia. Empezó a saltar gente al campo huyendo de la masacre pisándose una a otra. La Policía, que comenzó a ser el objetivo de los ultras, formó un triple cordón entre los italianos y los ingleses.

La ayuda, demasiado tarde. Entraron muchas ambulancias que fueron retirando los heridos, que se contaban por centenares, y también los cuerpos sin vida de los aficionados.

Germen de la enorme masacre. Meses antes tanto las hinchadas como los medios alentaron un enfrentamiento que traspasó los límites. Hasta saltó un ultra italiano armado y disparando. Se le encasquilló la pistola.

Un tributo a los fallecidos. Aficionados "juventinos" como Eros Ramazzotti han aprovechado estos años para honrar a los fallecidos recordando ante la placa conmemorativa del suceso que éste no puede repetirse.