Donostia. "Mira aita, soy un luchador de sumo", le gritaba Eneko, de siete años, a su padre mientras se acercaba hacia él emulando la postura de un luchador a punto de atacar. Como Eneko, medio centenar de niños de distintas edades se disfrazaron de japoneses para aprender a construir una casa de té Sukiya.

Y es que ayer por la tarde la terraza del Kursaal se trasladó hasta el país del sol naciente de la mano del taller de arquitectura para niños Maushaus. Cada uno con su hachimaki o cinta japonesa anudada a la cabeza, fue creando la que iba a ser su gran obra de arquitectura.

Divididos en cuatro grupos, pintaron el estanque y las puertas, mientras los más mayores se encargaron de montar las estructuras de la casa. Entre estos se encontraba Oihan, de seis años, que metido en su papel de arquitecto, daba órdenes a sus compañeros para que la pieza quedase perfecta. "Me faltan tuercas", le instaba el joven a su compañero para que le ayudase a terminar los antes posible, ya que pronto llegarían los cabezudos.

cabezudos y gigantes

La txaranga llega a Gros

Mientras ellos trabajaban, poco a poco los ecos de una txaranga empezaron a llegar desde el puente del Kursaal y un sinfín de niños empezaron a correr nerviosos, empujándose los unos a los otros. Entre ellos, Claudia, de doce años, protegía a sus amigas indicándoles por dónde ir para que los cabezudos, que también iban acercándose, no las pillaran. Por su parte, Ander, de cuatro años, observaba con cara de terror y con las manos tapándose los oídos cómo sus peores sueños se hacían realidad. Los cabezudos se acercaban dando golpes a su paso y, aunque su padre se esforzaba por convencerle de que aupado a sus hombros nada le iba a ocurrir, él no las tenía todas consigo. El que no parecía tener miedo era Teo, siete años mayor que él, que no dudaba en ponerlos a prueba retándoles a que le siguieran.

Tras estos llegaron los gigantes, que con sus bailes amansaron a las fieras. Los más atrevidos como Teo siguieron en su empeño por luchar con los cabezudos y los más asustadizos respiraron tranquilos. Ander ya pudo bajarse de los hombros de su aita: lo peor acababa de pasar y solo le quedaba bailar y disfrutar de la Aste Nagusia.