Salvaje, bello, cruel, brutal. La leyenda, el mito, la tortura. La montaña. Una cuestión de fe. Un suplicio. Unas paredes que erigen un mausoleo del ciclismo. Un panteón. El lugar de enormes gestas y colosales hundimientos. El Stelvio representa todo eso. El brutalismo de la épica. El Stelvio es el hombre contra la naturaleza. El frontispicio de nieve que ciega la vista. Ante su majestad el Stelvio, los ciclistas son seres insignificantes, guiñapos frente al coloso que convierte los cuerpos en amasijos de piel y hueso, en fantasmas.

Espectros que tratan de sostenerse en el abismo, entre las más de 80 curvas que les trituran, que les aplastan el alma. El Stelvio duele hasta el tuétano. La montaña no tiene piedad. Es un suplicio infinito. Un infierno blanco. El Giro explotó entre la nieve. Allí ardió el orgullo de Almeida, congelado en la pena. El portugués claudicó en las fauces de un gigante que no hace prisioneros. El Stelvio era un asesino de sangre fría. No hizo distinciones.

Lo mismo arrancó de su sueño al líder, que expulsó del paraíso a Nibali. No hubo resurrección para el siciliano, el hombre de las terceras semanas. La montaña le cayó encima. Le hizo más viejo. El Stelvio, la última frontera, destrozó el Giro, una caos maravilloso en su epílogo. El coloso dejó la emoción impregnada en cada recoveco de la corsa rosa. Kelderman se subió al liderato balbuceando. Se hundió Almeida, a gatas por el Stelvio. Hindley, vencedor del día en Laghi di Cancano, y Geoghegan resplandecieron.

Ambos agobian a Kelderman, líder por una manojo de segundos. La maglia rosa se mece en quince segundos. El tiempo que va desde Kelderman al inglés. Pello Bilbao, la estrella que no se agota, que emite luz, brilla en el cuarto puesto. El gernikarra persigue obstinado el podio. Los ojos del vizcaino miran con ambición lo que resta de carrera. La maglia rosa la tiene a 1:19. Peleará por ella. A pesar de que lleva encima un Tour, Pello Bilbao avanza hacía el podio. Ni el Stelvio fue capaz de separarle de esa misión. El de Gernika relanza su candidatura a todo.

El Stelvio fue un camposanto de tierra congelada. Rohan Dennis se vistió de enterrador. El australiano, experto contrarrelojista, fue la soga, el nudo corredizo que asfixió al líder. Almeida tuvo que claudicar en medio del sofoco. El joven portugués se quemaba por dentro frente a rocas heladas. La paradoja y la ferocidad de una montaña sin corazón. Tao Geoghegan, el inglés que subió una montaña, se agarró a Dennis, su porteador. Con ellos se anudó Jai Hindley, el australiano que se descubrió en Piancavallo y se reafirmó en el Stelvio. Kelderman, su jefe, resistió con ellos hasta que de pura fatiga se desprendió. Prefirió asumir su inferioridad.

No se derrotó el neerlandés, que optó por el cálculo. Almeida estaba hundido; él, tocado. Entre esos dos mundos, Pello Bilbao, estupendo el gernikarra que arrastraba montaña arriba un Tour, interpretó de maravilla la propuesta de un puerto desalmado. El vizcaino, sereno, conocedor de cada poro de su piel, adoptó el compás necesario para sobrevivir al Stelvio. Jakob Fuglsang se ató al gernikarra en el puerto sin fin, el zigzag del averno. Nibali los abrazó hasta que su cuerpo, desvencijado, dijo basta.

Pello Bilbao se desata

Ganar cada palmo del Stelvio era una penitencia. Un tratado de la ceguera de puro esfuerzo. Deshabitados los cuerpos, herrumbrosos, la mente confundida en la nebulosa. Hindley y Kelderman se pelearon con las cremalleras de sus chubasqueros. Cansadísmos, eran incapaces de vestirse debidamente para el descenso. El australiano, estresado y fatigado, estuvo a punto de caerse a punto de coronar. Hindley, Dennis y Geoghegan alcanzaron la cima que abrió Fausto Coppi en 1953, con 40 segundos de renta sobre Kelderman. El neerlandés vestía de blanco y negro, pero era la maglia rosa del Giro. A Kelderman le perseguían a menos de un minuto Pello Bilbao y Fuglsang. Detrás de ellos, en el silencio de la derrota digna, transitaba Almeida.

El descenso no alteró el paisaje, pero el llano que antecedía al puerto final lastró a Kelderman, que en el pulso con el mastodóntico Dennis, perdió la compostura. Vaciado por dentro, Kelderman no se obstinó, pero se le deshilachaba el rosa que aún no era suyo. El neerlandés arrió la bandera de la persecución. Pensaba en el liderato. En su renta de tres minutos con Almeida. Pello Bilbao y Fuglsang le atravesaron el ánimo. Kelderman era una isla.

Espectacular, el gernikarra se despidió del danés. El vizcaino, resistente, crecía a cada pulgada. Convencido, disfrutando en su calvario, en la ascensión a Torri di Fraele, rastreaba frenético a Hindley y Geoghegan, dos secundarios lanzados a por el rosa. El Giro era el caos. Pello Bilbao buscaba el podio en otra montaña que estéticamente fotocopiaba al Stelvio, pero con sol. Al de Gernika, un ciclista de aliento largo, le alumbraba en su estupendo camino hacia el podio, su misión. El Stelvio, el coloso que frenó a otros, impulsó a Pello Bilbao.