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Froome revive en el Zoncolan

El británico, orgulloso, se rebela en la tremenda montaña, donde Yates rasca medio minuto a Dumoulin

Froome revive en el ZoncolanFoto: Efe

donostia - A los campeones no conviene enterrarlos antes de tiempo porque tienen la manía de aparecerse de manera inopinada, cuando nadie les espera. Su alma nunca se extingue del todo aunque el cuerpo parezca desvencijado, viejo o débil. Un campeón lo es siempre no solo por las conquistas, sino también por el orgullo que les envuelve la piel cuando caen. En el temible Zoncolan, una montaña infernal, parida desde el cielo, Froome, animal herido, se levantó de sopetón en el Giro que aún pretende pelea. “El Giro no ha acabado”, avisa Froome. El británico, grandioso, surgió entre las tinieblas como los fantasmas que se agitan para recordar que no se han ido del todo, que ellos siguen ahí y que el alma, si la hay, puede pesar 21 gramos, suficientes para derrotar la mayor de las moles. Froome fue Hamlet sobre la brutal cima de Zoncolan. Ser o no ser. Esa es la cuestión. Siempre dispuesto a la pelea, incluso cuando tenía aspecto de zombi tras la caída en Jerusalén y las penurias del Gran Sasso, Froome se rehabilitó a través del pundonor en uno de los puertos más inhóspitos del ciclismo. “Es mi primera victoria en el Giro y tengo una sensación muy, muy especial. Es una sensación increíble. Se trata de una subida monumental”, dijo el británico.

Tal vez Froome no gane la carrera italiana, aunque si alguien puede voltearlo es él. En el Zoncolan logró la victoria de los vencidos y evidenció que es un rebelde con causa. La tercera semana de carrera tal vez sea su pasarela. A cola del británico asomó el pedaleo de Simon Yates, el delfín que quiso el Sky para servir a Froome. El inglés renunció a ser mayordomo y lidera el Giro con gracia después de aumentar medio minuto su renta sobre Dumoulin, que se encuentra a 1:24 de Yates después de escalar a través del averno. No se quemó sin embargo Dumoulin en una mole que abrasa los pulmones y escayola la piernas. El holandés, pegado a su ritmo, sin perderse entre punteos que provocan arritmias, cauterizó la herida del Zoncolan. Gestionó la subida con el metrónomo. La mariposa de Maastricht continúa al acecho, a la espera de la crono. Su tiempo.

El Zoncolan posee un reloj propio que acorta la vida y estira la agonía, una senda tortuosa en un paraje bello que juguetea con los hombres, marionetas de una montaña sin final, infinita, como describe Igor Antón. El galdakoztarra regresaba al puerto que le dio la gloria en 2011 y le obsequió con su esfuerzo, que le situó en cabeza en las rampas iniciales, cuando Conti, el último prófugo, aún latía. Antón brindó por la montaña. El Zoncolan es un licor de alta graduación que hay que ingerir a sorbos pequeños para poder digerirlo y no caer inconsciente. El baile fue lento, un agarrado. Una coreografía que exigía no dejarse llevar para no caer rendido ante la despiadada montaña, que mata suavemente. Todo transcurría a cámara lenta. Se amontonaban las miradas precavidas y las patas de palo.

poels lanza a froome En un puerto que desnuda, una mesa de autopsias, Poels se mostró dispuesto para la cirugía. El Sky se había anunciado kilómetros atrás y una vez plegado el arranque del Zoncolan, donde revoloteó Woods, Poels se activó con esa manera tan suya. Le puso percusión a una ascensión jadeante, pesada como el silencio de las despedidas. No tardaron en arremolinarse los adioses. Carapaz perdió color. Fabio Aru gesticuló aún más. Revolvía la bicicleta para sacudirse el cuerpo, que le negaba. El estirón de Poels todo lo redujo. Froome, Yates, Pozzovivo, Miguel Ángel López, Pinot y Dumoulin se abrazaban. El holandés, al que le costó adentrarse al Zoncolan como cuando el agua del mar está muy fría, se fue calentando y en la reducida reunión mantenía el perfil inalterable. Froome nunca ha sido el más esbelto sobre una bicicleta, con esos codos abiertos y el bamboleo de la cabeza. Pero las piernas, con la rodilla derecha aún recordándole las caídas, le funcionaban. Poels giró la vista y vio a Froome con el rostro concentrado de las batallas. El británico posee el espíritu guerrero, valiente. Liberó las piernas. Molinillo. Es su bandera. Aceleró cuando el Zoncolan, una montaña construida con muros, aún era un tremendo rascacielos. “Sentí que ese era el momento porque la carrera iba al límite. Sentí que ese era el momento para irme”, explicó el británico. Restaban cuatro kilómetros y Froome se lanzó a la aventura. Pozzovivo, un escalador de bolsillo, resistió un rato a su lado, antes de asumir su derrota. Froome las odia.

Yates deshojaba la margarita mientras Dumoulin, sereno, se acogió a su manual de estilo. El holandés se desencoló, pero no entró en pánico ante el chasquido de Yates, que abandonó a Pozzovivo y Miguel Ángel López. Pinot compartió la subida con Dumoulin. Pello Bilbao no se achicó. Adaptado a Zoncolan, no abandonó el guion. A su compás, fue noveno en meta. Froome continuó tejiendo un triunfo colosal. Al británico le persiguió el ímpetu de Yates, que veía a Froome pero no conseguía tocarlo. “Traté de ir a por la etapa e hice todo lo posible para atrapar a Froome, pero no tuve fuerzas”, asumió el líder. Así entraron en las galerías, donde las laderas soportaron a miles de aficionados que se congregaron en la llamada salvaje del Zoncolan. Allí, Froome abandonó la oscuridad. Encontró la luz al final del túnel. Renacimiento. Froome revive en el Zoncolan.