donostia - A Caltagirone se asciende a través de unas escaleras maravillosas, decoradas con brillantes y artísticos azulejos salidos de las manos de artesanos hábiles y pacientes que enterraron sus manos en el suelo arcilloso, el belén de los azulejos. Los siglos tallaron sus manos con paciencia. Los cannatari, como se conocen a esos alfareros, perfeccionaron la técnica de producción, manteniendo los motivos morescos y los colores típicos (verde, manganés, turquino, amarillo y oro). Con ese diseño vistieron los 140 escalones que unen las dos partes de la ciudad. La alta, la que pisó con garbo Wellens y la baja, en la que se quedó Froome. Es una escalera que apunta sin disimulo hacia el cielo, como la de Led Zeppelin, que exige los vatios del rock&roll, Tim Wellens, tremebundo belga, soltó un trallazo demoledor que le vistió de colorines. Fue un solo abrumador que le concedió un triunfo poderoso, descascarillado el esfuerzo ímprobo de Woods y Battaglin, que no pudieron resistir el latigazo del belga, un dinamitero.
Wellens se encaramó en la corona de Caltagirone en un día de sol y despejó la niebla de un día melancólico, a ritmo de las hojas que caen y se arremolinan en montones de hojarasca en los sueños. O las pesadillas, como la de Froome, fundido a negro. “Perdí la posición en el último kilómetro y no estaba bien ubicado al llegar la pelea final. Fue una etapa difícil y nerviosa, todo el día subiendo y bajando, pero estoy feliz de pasar el día sin mayores problemas”, dijo el británico, sin impulso ni molinillo en una rampa dura que le alejó 17 segundos más de Dumoulin, que se sostuvo con entereza en un final cheposo, con sabor a ácido láctico. Froome también probó la hiel de un Giro sombrío, que en cuatro días acumula un retraso de 54 segundos con el holandés. “Perdí unos segundos, pero esto es una carrera y puede suceder. “Me caí el primer día, pero cada día me siento mejor. Lo vamos a tomar día a día y lo haremos lo mejor que podamos”, analizó el británico, maldito en el Giro.
Fue un despertar abrupto para Froome, que acabó murmurando jadeos en un muro caliente y que rascaba como los licores de alta graduación, que le deja con un retaso de 54 segundos respecto al holandés. Wellens la asaltó con la pértiga mientras Froome, al que el turbo no le empuja, el rostro se le hizo mueca. La nariz se le arrugó y los hombros, caídos, dibujaron la derrota. El británico, herido en Jerusalén, con el asunto del salbutamol merodeándole cada segundo, cuando se cayó antes de la crono y padeció después la tiranía de Dumoulin, no encontró resuello en Sicilia, castigado en un repecho donde le faltó aire. Se asfixió el británico donde antes solía brotar. Froome es una escalera de dudas.
En Sicilia, con sus sombrereros y sus brioches, su calor que es frescor después de Israel y sus altos hornos desérticos, se reconoció el Giro frente al espejo. La carrera italiana estaba donde se le esperaba, al fin plegada sobre la isla que burla el puntapié de la bota. En Italia cruje la historia, apabulla el rosa, siempre presente en los pueblos, que salen a fisgonear a los corredores con un café expreso aún humeando en el paladar. En Sicilia las carreteras son las que se suponen, viejas, sabias, reviradas, estrechas y sin pintura. Nada de autovías ni de trazos rectos ni buena señalización. El Giro guarda las carreteras en su memoria. No hace falta que las pinten porque son como las líneas de la mano. Alguien dijo que lo más bonito de Italia es que es un circuito en sí mismo, de ahí que siempre gusten los coches rápidos, mejor sin son descapotables.
Lejos del invernadero de Israel, donde creció un Giro artificial y se cocieron los ciclistas, se puso en pie la Corsa rosa en Italia entre viñedos y la estampa de una fuga con Mosca, Belkov, Barbin, Frapporti y Jauregui. Barbin y Frapporti se habían escapado desde Israel. En Catania, donde la carrera comenzó con retraso por una manifestación, ataron otra sábana para sentir la libertad. El BMC, que arropa al líder, Rohan Dennis, dispuso a sus centinelas para rastrear a los fugados, aunque sin demasiado entusiasmo. Los guardianes miraban a esa distancia prudente que sirvió para avanzar por un paisaje pintado de verde a modo de terapia contra el shock del desierto anterior. Entretanto emergía algún que otro anfiteatro para recordar que la civilización occidental se divertía desde tiempo atrás, mucho antes de que se inventara el Giro, con cierto deje de excursión en Sicilia hasta un desenlace frenético.
zafarrancho Aparecieron carreteras más anchas, más rectas y a los huidos se les acabó el metraje en los alrededores de Caltagirone, con el asfalto nuevo. Reseteo en el camino de las escalinatas de la ciudad, un tesoro artístico decorado por artesanos de la cerámica. En la tierra arcillosa, Viviani, el hombre de la velocidad, se quedó con el molde, incapaz en un terreno que elevaba el mentón. Conti quiso volar mientras el pelotón esquivaba un embudo, el adelgazamiento de la carretera, en el que se estrelló Zeits. El peligro como anfitrión. Asfalto brillante y una bajada con zigzag a modo de ballesta. A la meta se subía por una escalera gallega. Se veía la cumbre en lo alto, pero se bajaba. Simon Yates, Woods y Wellens buscaron la diana. Una subida para muelles. Sin preámbulos. Cavallino rampante. Se agitó Wellens, que alcanzó los 45 kilómetros por hora en una rampa con una pendiente media del 7,5% y topes del 13%. Nadie pudo sostenerle el pulso. Pozzovivo, Chaves y Formolo se aglutinaron alrededor del belga, lo mismo que Woods, el más resistente, y Ba-ttaglin, el penúltimo en desvanecerse. Dumoulin atendió a su ritmo, firme a su ritual. Lo mismo que Pello Bilbao, con temple en un final con colmillo. En el muro, a Froome se le puso cara de asfixia, sin gas ni aire, perdido entre los escalones de Caltagirone.