En su aproximación a la obra de Darío Urzay (Bilbao, 1958), el filósofo y teórico del arte José Jiménez asegura que “en definitiva, las obras de Urzay no se adscriben a ningún género plástico, en el sentido academicista del término: no son pintura, ni fotografía, no son vídeo, ni dibujo. Son pequeños relatos formulados plásticamente, haciendo converger la mayor cantidad de soportes expresivos posibles, sirviéndose de ellos, desde la acción corporal a lo digital, intentando mantener en las piezas el carácter complejo, lleno de superposiciones e integraciones”. Nada dice, sin embargo, en su relato de la sintaxis utilizada, aunque indica que podemos hablar con propiedad de abstracción.

Lo cierto es que Urzay lleva ya más de 40 años de trabajo y experimentación en la pintura fotográfica, o en la fotografía pictórica, en una transversalidad de técnicas mix, y conscientemente espúreas, que llevan al observador a preguntarse por la verdadera sintaxis del demiurgo. Porque algo de todo eso posee el ojo penetrante y rápido del creador, aunque luego le lleve a trabajar de manera más lenta y consciente en sus últimos resultados. El mismo autor lo dirá, que lo importante es el proceso, aunque conoce muy bien las vanguardias del siglo XX.

Sus propuestas pictóricas, desde sus comienzos en la década de los 80, ya indagaban de manera realista en los espacios arquitectónicos, como posteriormente lo ha hecho en los paisajísticos y en los antropológicos. Siempre ha ido de lo micro a lo macro, del interior a lo exterior, y viceversa. Su viaje pictórico es un viaje de ida y vuelta, aunque lleve ya muchos años de avance y consolidación en la dirección de estas propuestas. Su fotografía digital, óleo, resina, madera, hierro, humo, aceite, agua, aporta a la mejor abstracción lírica del país (Balerdi, Sistiaga, Goenaga), profundidad de campo, transparencia, densidad atmosférica y técnicas mixtas en la época “trans” por antonomasia. Y es que la potencia y la transparencia que logran algunas de sus mejores propuestas, como en las obras del Reina Sofía, Patio Herrerriano, Bellas Artes de Bilbao y el Parlamento Vasco, expanden y profundizan de manera sabia y sutil la pintura plana y bidimensional de los artistas vascos anteriores de esta tendencia. Su espíritu experimental y creativo le lleva a hacer una síntesis de los procesos creativos de Europa y América, aunque a algunos puristas les pueda parecer un tanto deslumbrante y decorativa su pintura. En sus últimas obras, en las que juega con humo y profundidades de campo, muestra un acento japonés, al borde de lo minimal, que resulta atrayente y menos barroca su pintura que en anteriores propuestas.

Urzay, desde su contacto con la fotografía a comienzos de los 90, ha experimentado de todo, desde los negativos londinenses, pasando por los cameratrokes, de pequeños formatos, hasta su monumental y potente instalación El ausente (1996-97), y sus transparencias en El vientre del observador (2001); desde su sólida y luminosa Observador distante-croma (2002), hasta su más textural y apocalíptica obra Mirador distante (tan cerca) (2007). En todas ellas el juego premeditado, y subconsciente al mismo tiempo, lleva al autor a jugar con sintaxis tan diversas como el expresionismo abstracto y el surrealismo, el minimalismo y la macro pintura americana. Urzay ha pasado por muchas galaxias, desde las más cercanas del País Vasco hasta las angloamericanas, y algo de sincretismo y transversalidad ha quedado en sus repertorios iconográficos, además de en los procedimentales, como asegura Jiménez. Sus propuestas poseen embrujo y magia, superficies envolventes que empujan al espectador a hacer recorridos desde las capas exteriores a las interiores, de lo macro a lo micro, de la fotografía a la pintura, de la sensibilidad a la razón, de algo que no sabemos muy bien qué es, pero que nos reconcilia con nosotros mismos.