Desde su nombre artístico hasta su carácter sobre el escenario, Bob Dylan es un narrador poco fiable sobre su persona, un mito construido sobre sí mismo, una leyenda que con 82 años sigue en la carretera. Este lunes volverá a Donostia, en su primera visita a la capital desde 2015, y 17 años después de su actuación en la playa de la Zurriola en lo que se conoció como el Concierto por la paz, en el que compartió cartel con otro histórico, pero de la música vasca, Mikel Laboa. El Kursaal acogerá el lunes y el martes un doble concierto, organizado por GetIn en el marco de CaixaBank Miramar Gauak, y para el que aún quedan entradas, de las más caras, a 200 euros. Dylan se encuentra desde 2021 inmerso en una gira mundial en la que presenta su más reciente álbum de canciones propias del que emana puro blues, Rough and rowdy ways. Intérprete al que se relaciona con The Band, autor de más de 500 canciones y tres docenas de discos propios –ordenados temáticamente en trilogías, en muchos de los casos–, director de cine, actor, Premio Nobel de Literatura, ganador de diez Grammys y un Óscar, Dylan es uno de los nombres propios indiscutibles del Olimpo del folk-rock estadounidense.

Nacido como Robert Allen Zimmerman en 1941, en el seno de una familia judía y acomodada, comenzó a aprender a tocar el piano a la edad de ocho años de forma autodidacta. Luego llegarían la guitarra, eléctrica primero y acústica después, y la armónica. Desde joven tuvo claro que su destino, el que él edificaría, sería el de la música. No obstante, para poder desarrollarse en el mundillo, pensó, era mejor ficcionar un pasado que le diese empaque, al tiempo que disfrazaba sus orígenes. En el ámbito musical, el trabajo de Woody Guthrie fue determinante para abrazar el folk. Precisamente, con intención de conocerle, abandonó la Universidad de Minnesota y a la edad de 20 años viajó a Nueva York, a Greenwich Village, hervidero cultural en lo alternativo, donde florecería la renovación del folk americano en las notas del bajo de Pete Seeger y el rock experimental en las distorsiones de The Velvet Underground. 

Su afición por la música, por otra parte, es imposible disociarla de su querencia literaria por autores como William Blake, Allen Ginsberg o Walt Whitman. Es interesante, en este punto, recuperar uno de los textos que el poeta escribió para Bring it all back home (1965), con el que comenzó a dejar a un lado el folk para volver a sus raíces rockeras, y que se recoge en la biografía que Vicente Escudero le dedicó en la década de los 90: “Los grandes libros han sido escritos, los grandes dichos han sido dichos. Yo sólo quiero intentar pintar un cuadro de lo que ocurre por aquí de vez en cuando”.

Del folk al rock

Durante aquel año, Dylan tocó en bares como el Wha? o el Gerde’s, se relacionó con gente influyente, sin demasiado interés trabajó de músico profesional para otros artistas y, finalmente, en noviembre de 1961 logró un contrato con la Columbia, gracias a John Hammond, productor y cazatalentos clave en sus inicios. Con unas estupendas condiciones bajo el brazo, grabó su primer disco, el que lleva su nombre artístico, y que se lanzó a comienzos de 1962. Se trata, eminentemente, de un disco de versiones, pero que incluye dos temas propios: Song to Woody –homenaje a Guthrie– y Talkin’ New York. Pese a la confianza plena de Hammond, la Columbia no veía las virtudes de ese jovencisimo palillo de pelo alborotado y lleno de rizos que le cubrían la cara. La escasa popularidad y venta de su primer álbum parecían dar la razón a la discográfica.

En el contexto del Village, Dylan también descubrió a algunos de sus intereses amorosos que influirían notablemente en su carrera. Joan Baez, a la que conoció en alguna de aquellas tantas sesiones que ofrecía en bares en busca de una identidad propia, era una de ellos. Fue también entonces cuando comenzó a salir con Suze Rotolo, artista y activista de izquierdas, de la que Dylan ha confesado su influencia en lo que se refiere a la carga de denuncia social de su segundo disco, The freewhelin’ Bob Dylan, para el que compuso dos de sus temas más conocidos: Blowin’ in the wind y A hard rain’s gonna-fall. El joven Zimmerman tenía 21 años y ya había escrito dos de las canciones que marcarán a todas las generaciones del momento y posteriores, no sólo en EEUU, sino en todo el mundo. Eso sí, aún no lo sabía, ni la Columbia tampoco.

Con el doble concierto de lunes y martes, serán cinco las ocasiones en las que Bob Dylan ha actuado en Donostia

The freewhelin’ Bob Dylan (1963) inauguró uno de los periodos que han pasado al imaginario colectivo, el de la canción protesta que protagonizaría con otros de los ya citados como Seeger o Baez, y que llegaría a influir a movimientos al otro lado del Atlántico, en experiencias cercanas como la de Ez Dok Amairu. Aunque la sombra de Rotolo sobrevuele sobre el cancionero de segundo trabajo, la realidad es que para cuando llegó su publicación definitiva, la relación entre ambos hacía tiempo que se había agotado. De hecho, Dylan y Baez habían comenzado a acercarse, tanto artística como personalmente. Tocaban juntos, se intercambiaban canciones. Y así llegó el siguiente gran éxito, Times they are a-Changin’ (1963), que irrumpió como una bomba atómica en pleno conflicto sobre los derechos civiles, la guerra de Vietnam y el asesinato de Kennedy.

Un año después, con Another side of Bob Dylan, un título que no deja duda a las intenciones del artista, Zimmerman abandonó la canción protesta, y aunque continuó con la guitarra acústica y la armónica, y apostó por relatar sus sentimientos y pasajes autobiográficos, en muchos casos relacionados con su ánimo sentimental y vital. Con esta otra cara de Dylan, abrió un camino que se reforzaría con un cambio en su estilo, de retorno al rock al que aspiró en su adolescencia, y que se consolidaría con el ya citado Bring it all back home, su primer disco de oro, en el que incluyó otro éxito, Mr. Tambourine man. Este dio pie a un tríptico eléctrico al que le siguió Highway 61 Revisited (1965), que se abre con la indiscutible Like a Rolling Stone y se cierra con Desolation Row, una monumental composición que excede los once minutos y que consta de una panoplia de escenas dignas del Infierno particular de Dylan en la tierra. Por último, llegaría Blonde on Blonde (1966), el primer disco doble de la historia de la música rock. Entre estos dos discos comenzó una fructifera colaboración que se prolongaría durante una década con Garth Houdson, Robbie Robertson, Levon Helm, Richar Manuel y Rick Danko, es decir, con The Band.

Auge, caída y auge

Durante más de un lustro Dylan publicó uno o dos discos por año, además de encarar giras muy exigentes. Pero todo lo que sube debe bajar. En 1966, agotado física y mentalmente, sufrió un accidente de moto muy grave y cercano a la muerte, cuando se dirigía a una cita que le había concertado su agente, el poderoso Al Grossman. En esa caída, Dylan estuvo muy cerca de morir. Aunque le impusieron un reposo estricto, para 1967 ya había publicado su siguiente LP, John Wesley Harding, un trabajo en el que abrazó la espiritualidad –de alguna manera, éste resuena con su posterior trilogía sobre la fe en la que embarcó al convertirse al cristianismo y que estuvo formada por Slow train coming (1979), Saved (1980) y Shot of love (1981)– y en el que no dejó muy bien parado a Grossman, lo que provocó la ruptura con su agente, que se hizo oficial en 1970 con New Morning, la última colaboración entre ambos después de casi una década de fructífera carrera. 

Bob Dylan, durante una actuación.

A partir de los 70, el bardo de Minnesota reforzó su carácter displicente, no sólo con las discográficas, la crítica y los medios, sino también con el público, siguiendo una máxima que aún hoy mantiene, la de hacer música como resultado de una pulsión creativa que pone por encima de los deseos del respetable. Una actitud que, por otro lado, es patente en la gira con la que llegará a Donostia, en el que circunscribe su espectáculo, principalmente, al repaso de Rough and rowdy ways, sin dejar lugar a la nostalgia.

Es en esa misma actitud, por ejemplo, en la que se enmarca Nashville Skyline (1969), en el que se sumergió en un country sin concesiones, o en Self portrait (1970), un doble álbum en el que Dylan apostó por interpretar standards frente a una crítica enfurecida. Todo ello, antes de dar el salto a la composición de bandas sonoras con su participación en Pat Garret and Billy the Kid, dirigida por Sam Peckinpah, y que recogió el icónico Knocking on heaven’s door.

Tras su ruptura con Grossman, volvió al rock en 1974 con Planet Waves, un disco sumamente inspirado por otra de las mujeres de su vida, Sara Noznisky, con la que estuvo casado desde 1965 y 1977, y en la que The Band tuvo un papel destacado. La cita de los intereses amorosos del cantante no es baladí, dado que es determinante en su poesía. De hecho, el siguiente disco, Blood on the tracks (1975), tal y como recuerdan Philippe Margotin y Jean-Michel Guesdon en su completo compendio dedicado a la disección de todo el repertorio de Zimmerman, también estaría fuertemente inspirado por Sara, en este caso, debido a que la relación tornaba a su fin. Canciones tristes sobre el desamor pueblan este trabajo. El nuevo tríptico de Dylan, en constante muda de piel, se cierra con Desire (1976). 

Revisitar

Tras la disolución de The Band en 1977, el divorcio de Dylan en 1978 y el fiasco comercial ese mismo año de su primer y último trabajo como director de cine, Renaldo y Clara, parecía que era tiempo de una nueva reinvención. Así lo recoge Escudero, explicando sabiamente por qué en la mayoría de las ocasiones el repertorio más conocido de Dylan resulta extraño en directo: “Siempre ha dicho que no soporta cantar dos veces seguidas la misma canción. Tampoco le gusta ajustarse en la interpretación de un tema a un molde musical preconcebido, a un esquema fijo, a un estilo. Para Dylan, una canción es una experiencia vital y, como tal, mudable, cambiable y actualizable”. Eso es lo que ha hecho en su último trabajo de estudio, Shadow Kingdom, publicado este mismo año y en el que revisita parte de su cancionero para ofrecer un nuevo acercamiento musical. Algunas de ellas, como When I paint my masterpiece o Watching the river flow, serán interpretadas mañana y pasado en el Kursaal.

Decimos que es lo que ha hecho recientemente, pero se debe a que lleva haciéndolo toda la vida. No sólo modificando sus canciones, sino también transformando sus estilos. Tras casi 20 años de carrera en los que viajó por las carreteras del folk, el rock, las baladas o el country, en Street-Legal de 1978 le dio al gospel. Y todo ello junto y revuelto, siempre bajo la preponderancia del rock, es lo que se encuentra en Empire Burlesque, de 1985, sólo cuatro años antes de su primera visita a Donostia –esta será la quinta ocasión en la que actúe en la capital guipuzcoana–, y en un periodo “menor” del bardo, que se vería resarcido en 1989 con Oh Mercy. En los 90, con trabajos como Good as I been to you (1992) y World gone wrong (1993) abandonó la creación literaria propia para redefinir el repertorio tradicional estadounidense, algo que también haría, de otra manera, en 2015 con Shadows in the night, un homenaje a Frank Sinatra y al The great american song-book.

A partir del siglo XXI y con cada nuevo álbum con composiciones propias –en la década pasada fueron el ya citado Rough and rowdy ways y Tempest (2012)–, parece que Dylan encará su inminente final, aquel al que incluso ha cantado. No obstante, con 82 años y seis décadas después de su primer álbum, ahí sigue, en la carretera levantando una leyenda sin parangón.