¿Cada cuánto se lleva gratas sorpresas?

-Pues me la llevo muy a menudo.

Póngame un ejemplo.

-Pues la última, sin ir más lejos, en Ordizia, una familia rumana, que ha cogido un bar mítico, el Iñaki, que está en el barrio de Buztuntza, y lo ha rebautizado con su apellido, que es Ipop, y que están haciendo una gastronomía sencilla, pero rica, intentando mantener unos precios populares, pero manteniendo una calidad. ¿Pero qué sucede? Que están metiendo más horas que carracuca. Están dando esa imagen de gastronomía familiar que antes teníamos aquí en casi todos los restaurantes y se está perdiendo y están jugando por una parte con platos convencionales para tener una oferta barata y que puedan venir familias y gente que no se quiera gastar mucho, pero a la vez están ofreciendo los fines de semana otras cosas de cierto nivel Y han conseguido esa mezcla entre bar de barrio y gastrobar con una serie de productos de calidad, y ha conseguido que la gente del barrio los acoja como se acogía en su día al bar Iñaki, y se come bien y barato, cosa que no se puede decir en muchos sitios hoy en día. Se han hecho un hueco en el barrio.

Le sale la vena popular.

-A nivel gastronómico, cada día me sorprende hasta gente que no me lo espero. Unos amigos bodegueros me llevaron a un restaurante de Vitoria: A fuego. No había oído hablar de él, ni ha tenido un reconocimiento de nada; es un chaval joven, gasteiztarra, que lleva ya tres o cuatro años en la pomada, incluso ha cambiado de emplazamiento y ofrece una cocina, esa cocina que es la que se lleva actualmente: de producto de temporada, muy bien elaborado todo, sin excesivos artificios, pero técnicamente muy cuidada, con una parrilla buena, con una elegancia y modestia, pero fundamento también; una seriedad bestial y sin subirse mucho a la parra. Un lugar en el que se puede comer por 40 o 50 euros a un nivel extraordinario, y es un chaval joven en el que no se ha fijado ni la prensa ni las guías, ni nadie.

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¡Y qué gozada cuando se descubre un sitio inesperadamente bueno!

-Además, en todos los pueblos hay pequeños tesoros por descubrir, como el bar Arantxa de Ormaiztegi, que cerró y lo acaba de retomar una pareja joven. El Arantxa era un tesoro, dentro de su modestia, que los que lo conocíamos, al pasar por ahí, parábamos sí o sí, como si un imán nos llevara a comer un pintxo de callos o de carne guisada, por las cuatro cositas que tenía y que las hacían de maravilla. Y eso para mí también es un tesoro gastronómico.

Hablemos del BCC. ¿Se nota su sello en la restauración de Gipuzkoa?

-Yo creo que sí. Yo he estado de profesor durante siete años y he comprobado que los alumnos que entran sufren durante cuatro años una completa inmersión en el mundo de la gastronomía. En ese sentido, el BCC está por encima de otras escuelas culinarias, en las que se sencillamente se enseña a cocinar. Y veo que salen muchos chavales que incluso han conseguido estrellas Michelin, como es el caso de los del Ícaro en Logroño; hay más que se han metido en restaurantes que han conseguido estrellas. Y hay otros que han abierto sus propios restaurantes y han sido muy valorados por la crítica, como ese el caso de los dos alumnos de Villabona que han abierto el Ama en Tolosa, que es uno de los grandes ejemplos.

¿Hay esperanza entonces?

-Quisiera mencionar también a unos chavales que han abierto el restaurante La Gresca en Gros, como ejemplo de unos jóvenes que han cogido un viejo restaurante que se llamaba Jamix, le han cambiado el nombre, y están haciendo una gastronomía de barrio, sencilla, basada en el producto, en la temporada, sin alardear de vanguardia, pero lo están haciendo muy bien. Y ha conseguido abrir un restaurante popular. Es decir, encuentras casos de todo tipo e interesantes.

¿Sigue siendo este un buen sitio para comer o hay que estar alerta?

-Alerta hay que estar siempre, pero aquí valoramos mucho la gastronomía. Solo hay que ver ahora lo del Times, que ha reconocido a Donostia como mejor destino gastronómico del mundo. Ahora puede afectar que estamos en esta situación pospandémica y puede que no se note tanto, pero una noticia de tanto alcance te llega en un año normal, y empiezan a sonar los teléfonos de los hoteles y los restaurantes rápidamente y esto se peta. Eso tiene su lado bueno y su lado malo. El malo es la masificación turística, pero hay un efecto y una onda expansiva que es beneficiosa para los restaurantes de los barrios, a los pueblos de alrededor.