l pasado sábado se celebró la gala de los Goya, trigésima quinta edición, con un espectáculo aminorado por las exigencias de seguridad sanitaria. Una fiesta venida a menos al no contar con presencia de público aplaudidor y bullanguero, y sin rutilantes estrellas de la farándula festivalera. Un largo desfile conducido por Antonio Banderas, maestro de ceremonias, y María Casado, acompañante de lujo en una noche de dificultades y desorientaciones varias. En el malagueño teatro Soho se desarrolló el complicado ejercicio de hilvanar entradas y salidas, discursos y mensajes, continuidades y sobresaltos en un espectáculo que poco tuvo que ver con la habitual gala. La tecnología digital cumplió y salvó un guion escueto, cumplidor y lleno de altibajos con numerosos actores atrapados por el rígido y desgraciado marco de las nocturnas videollamadas que permitían agradecimientos familiares, que todos tenemos padre y madre. Caras asustadas de presentadores perdidos en la entrega de cada premio y que permanecían estáticos en la entrega del correspondiente Goya flotando en medio de un escenario virtual dominado por los efectos cromáticos y la potencia creadora de la luz, capaz de construir escenarios, ambientes y atmósferas que salvaron la falta de ritmo y cadencia de los numerosos premios gracias a la poderosa técnica desplegada y manejada con soltura en la parte final del espectáculo. Momentos estelares, haberlos, los hubo; como la entrega del Goya que reconoce toda una vida dedicada al cine; fue el momento brillante y apoteósico de Ángela Molina, así como la actuación sensacional de Carlos Latre, construyendo un sosias del inefable Pepe Isbert, cargado de extraordinario poder comunicativo. Hay que reconocer el empeño de la Academia para salvar la cita, aunque hubiera que sacrificar alfombra roja, sensacionales atuendos de firma y marca, besos, abrazos y achuchones imposibles en el reino de la maldita pandemia que estuvo a punto de frustrar la edición del presente año.