Dirección y guion: Clarisa Navas. Intérpretes: Sofia Cabrera, Ana Carolina García, Mauricio Vila, Luis Molina Casanova y Marianela Iglesia. País: Argentina. 2020. Duración: 119 minutos.

imada por el ámbito de los festivales, -abrió la sección Panorama de Berlín y gozó de evidente predicamento en su paseo por el SSIFF donostiarra-, Las mil y una se sabe atravesada por los rasgos de identidad que definen al cine contemporáneo. En realidad, desde su mismo origen embrionario, la segunda película de la directora argentina Clarisa Navas ya contaba con el interés de estos ámbitos que apoyaron su gestación. Navas se lo había ganado gracias a su largometraje de debut Hoy, partido a las tres, una suerte de documental ficcionado en torno a las emociones y conmociones que sufren las jugadoras de un equipo de fútbol.

Aquel ensayo coral de planos fijos e ideas claras deja paso aquí a la cámara en mano, movimiento orgánico e intenciones precisas, para recrear, también con querencia coral, los afectos, aquello que une emoción con deseo y deseo con compromiso. Es decir, de lo que aquí se trata es del despertar a la sexualidad y a la vida de un grupo de teenagers ubicado en el centro de un laberinto donde apenas hay algo más que una desolada desorientación. En especial, de lo que este filme se ocupa es, en su propio argot, de "pavas y pavadas"; de amores lésbicos y de desvaríos sociales. Lo que evoca la praxis dialéctica del Pasolini de Pajaritos y pajarracos.

Inspirada en los recuerdos de la realizadora sobre la vida en el barrio llamado de Las mil casas, Navas escribió el guión con ecos y referencias de sí misma. Alumbrada en cuatro meses de ensayos y tres semanas de rodaje -la precariedad económica obliga-, el terreno en el que se adentra Las mil y una se incardina en la larguísima tradición del cine de memorias de la adolescencia. El primer amor, el primer dolor, el vértigo de habitar en un carrusel emocional y el tono hiperbólico de quien se adentra en la existencia ebrio de acné y pulsión sexual. Todo ello, y muchas cosas más, se agita en una coctelera de sabores fuertes y silencios espesos. En su presentación en Berlín, Clarisa Navas reivindicó el carácter norteño y periférico de Las mil y una. Las mil hace referencia a una barriada periférica y poligonera de Corrientes. Y esa una, una referencia no concretada de manera explícita, nunca se nos dice a quién se refiere y dota al título de un sentido cuando menos ambivalente.

La gramática que Clarisa Navas aplica, los textos fílmicos de los que sin duda su prosa ha (a)prendido, convocan una cartografía que no por reconocible le resta singularidad a lo que la directora argentina representa. Su película no oculta ni esa deuda con los Dardenne, ese cine ficcionado de cámara en nuca que surgió desde la fidelidad a lo real, ni su cercanía al universo terminal y antiheroico del Pedro Costa de su Fontainhas habitado por los fantasmas y construido sobre las ruinas del cine clásico.

Y es que lo propio de Las mil y una reside en el contexto que el objetivo de Clarisa Navas recrea, en su deseo de hacer cine político sin esgrimir banderas, cine feminista sin exprimir viejas deudas. Lo que vibra en este escenario de pobreza reivindica la libertad de amar más allá de las etiquetas y las apariencias.

Con una ingenuidad desarmante, Navas sigue a su principal protagonista, una adolescente que tiene más de niña que de mujer, insegura en su transformación; una larguirucha que cambia el balón de baloncesto que le acompaña por la atracción que le provoca una joven algo mayor que ella sobre la que se cuentan chismes e historias. Ese objeto de deseo es diferente en un marco machista, donde se impone una violencia latente y una evidente agresividad. Sus primos también despiertan a la sexualidad y también quiebran esas reglas. Esa reivindicación inherente en Las mil y una la ha convertido en emblema del LGTBI y en despegue de una directora que parece saber muy bien por dónde anda.