no de mis jefes me preguntó ayer por qué solo uno de mis compañeros de piso tiene nombre, que hay quien puede pensar que solo tengo uno. Ojalá fuese así, pero no. Se refiere al que no es Imanol. Ya le dije que no me gusta ponerles nombre, que con el mío ya vale, y tuvo la osadía de responderme a ver si sufro de ego y si pienso que soy una estrellita. Es el jefe borde, aunque también es cierto que los majos nunca se ponen al teléfono, no llego a entender por qué. Entre este y el de Cultura, lo llevo clarinete. Imanol se llama Imanol, además de porque su padres tuvieron a bien llamarle así y el señor del registro accedió a apuntarlo en un legajo sin mucho farfullar, porque un día se me escapó en una columna. Y una vez descubierto el pastel, pues patadón para adelante. ¿Qué iba a hacer? Podía haberse llamado Pin y mi otro compañero Pon. Los cabrones son intercambiables, dan lo mismo por saco, valen igual para encerrarte en tu cuarto y tirar la llave, que para hacer que te desnudes. No me puedo deshacer de ellos, que hay un alquiler que pagar, y la cosa pinta chunga. Pero el jefe, erre que erre, que alguien será. Que qué pobre que no tiene nombre, ni siquiera mote, que es como el fantasma de Iván Redondo en cada rueda de prensa del Eterno retornado, no se le ve, pero se le siente y, sobre todo, se le escucha. Que, joder, que un poco de humanidad y, sobre todo, humanización. Ni con la Ley Orgánica de Protección de Datos he conseguido que se baje de la burra. Le he tenido que prometer que si me entra en este rollo, le pongo nombre a G...