“¿Soy yo o todo el mundo se está volviendo loco últimamente?”, pregunta el Arthur Fleck de Joaquin Phoenix a su psicóloga, antes de que se convierta en Joker y después de que al espectador le quede claro que tiene un trastorno por el cual en los momentos más difíciles, no puede dejar de reír. La cinta sobre el archienemigo de Batman, que se alzó con el León de Oro, se presentó ayer como película sorpresa en la jornada de clausura del Zinemaldia, además de proyectarse de forma simultánea en otros cinco cines de todo el Estado, antes de su estreno comercial el próximo viernes. No deja demasiadas dudas sobre una cuestión: una nueva nominación -sería la cuarta- a los Óscars para Phoenix, por su brillante interpretación de un demente de principio a fin. Es posible hasta que se lo lleve, como ya lo hiciera Heath Ledger de forma póstuma, después de encarnar a este villano en la segunda parte la trilogía que construyó Christopher Nolan, El caballero oscuro (2008) -el del Príncipe Payaso del Crimen es un papel muy codiciado, que en los últimos 30 años ha tenido hasta seis encarnaciones entre la pequeña y la gran pantalla-.

Pese a estar muy bien ejecutada, y ayudar a generalizar la idea de que las historias pueden trascender al género, uno de sus principales inconvenientes es que no ofrece nada especialmente nuevo con respecto a los planteamientos de Nolan, en lo que a una lectura ideológica se refiere, más allá de cambiar el punto de vista y teñirla con un trasfondo social postcrisis económica. Si la trilogía representaba el punto de vista de la clase alta de Gotham, lo que ha hecho Todd Phillips es volver las cosas del revés, hasta tal punto que Thomas Wayne, el multimillonario padre del futuro Caballero Oscuro se tiñe de claroscuros -abandera la idea de que solo llegando al poder y desde el poder, en este caso la Alcaldía, puede solucionar el problema de aquellos a los que mira desde arriba-.

Siguiendo con Nolan, Batman Begins (2005) concluye con una reflexión sobre la locura que se normaliza: la existencia de Batman genera un efecto llamada en el polo opuesto -algo de lo que ya hablaban, entre otros, Frank Miller y Alan Moore-; en el caso de Joker es a la inversa. Su ascenso y la consecuente revolución ciudadana “contra los ricos” es la que provoca la necesidad de un poder totalitario que la reprima al proletario insurrecto.

Todo está en Zizek y en su análisis crítico de El Caballero Oscuro. La leyenda renace (2012), -también está impregnada de ciertas pinceladas poscrisis-, en la que el Bane de Tom Hardy toma el relevo del Joker de Ledger -ya había fallecido- para vestir el concepto de anarquía del payaso en una suerte de lucha de clases que es encabezada por los presos de la ciudad y, por lo tanto, debe ser neutralizada no sea que contagie a estratos sociales superiores.

Allí también están los invisibles, los que se reivindican en el Joker -es especialmente brillante el reflejo de esta idea cuando Phoenix intenta atravesar una puerta automática que no le detecta-; esos a los que nadie mira y que se enfrentan al sistema que los denigra, les retira la atención sanitaria y llena sus calles de basura, al mismo tiempo que los medios de comunicación ven en ellos -estos, sí- un objeto para la mofa.

Otra vez: todo está en Zizek, todo está en Nolan, y todo está en Moore. Su cómic La broma asesina, que establecía uno de los trasfondos más icónicos -pero no canónico- de los orígenes de Mr. J. sobrevuela también sobre la última ganadora en Venecia -solo hay que ver el guiño al final de la cinta, al chiste con el que se cierra el álbum de Moore-, con la diferencia que el personaje pusilánime escrito en los 80 es en esta versión un pobre hombre fuera de la realidad.

Todo queda dentro del sistema

Aunque aparentemente ambientada en los 80, Joker habla del hoy, del desamparo de una sociedad cada vez más enfurecida y a punto de estallar si se enciende una cerilla. No obstante, situar el largometraje del también responsable de la trilogía de Resacón en Las Vegas como una obra sobre la revolución de los de abajo, debería hacernos pensar en qué interés puede tener una major como la Warner Bros en agitar a las masas, más allá de establecer un diálogo hegeliano, en el que el sistema crea la ilusión de la subversión para tenerla controlada antes de que realmente se produzca. Solo hay que ver la rapidez con la que ha salido la productora ha intentar aplacar los ánimos de aquellos que quieran saltar de las salas a los hechos; deja claro que su producción es pura ficción.

Joker también establece otro juego de espejos con el mito de Batman para volver a invertir sus características, a excepción de una. La motivación final de ambos surge de un trauma materno-paternal -también su salto a la acción definitiva-, pero en el caso del payaso, se convierte en un “justiciero” de forma involuntaria -cabe recordar que Phoenix ya interpretó a otro outsider a sueldo hace no tanto, en En realidad, nunca estuviste aquí (2017)-. Pero esta encarnación, según explica el propio Arthur Fleck, es la de un ser desideologizado, que solo actúa para sí mismo, porque la sociedad le ha dado la espalda y sin ningún afán de rebelión. Es el efecto de una causa de un ser humano muy herido que quiere, sobre todo, la aceptación de los que considera sus iguales. Es decir, Phillips se ve en la obligación de justificar las acciones violentas del Joker, porque un protagonista no puede ser un antihéroe -pese a sus acciones está lejos de ser un villano, aunque sí un criminal- sin una razón, a diferencia de la versión de Ledger, que no tenía ni pasado ni motivaciones, ni necesitaba de ellas para que se sostuviese por sí mismo.