En 1996, la Diputación de Bizkaia y el Gobierno Vasco, a través de la Sociedad Tenedora, adquirieron las primeras obras para configurar la colección propia del Guggenheim Bilbao. Veinte años después, el museo cuenta ya con 131 piezas en sus fondos, que según la última tasación que realizó la casa Christie’s de Londres, están valoradas en 443 millones de euros, cuatro veces el importe de la inversión inicial.

Pero no sería justo solo hablar de resultados económicos. El Guggenheim Bilbao ha conseguido reunir una colección propia, consistente, y en algunos aspectos casi excepcional, con algunas de las obras claves de los más prestigiosos artistas internacionales. Recién alcanzada la mayoría de edad del museo, sus responsables han decidido exponer de forma permanente una selección de sus obras maestras, que hasta ahora sólo se exhibían esporádicamente. La muestra, comisariada por la responsable de contenidos artísticos, Lucía Agirre, incluye destacadas piezas de arte contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX, dando inicio de esta manera a “un nuevo enfoque de la programación artística del museo” que daría respuesta, entre otras muchas cuestiones, a la necesidad de encontrar “un espacio fijo e idóneo para sus fondos artísticos. “La madurez de la colección exigía y demandaba una presencia más permanente en el museo ”, explicaba ayer el director general del Guggenheim Bilbao, Juan Ignacio Vidarte.

Para su exhibición, se han destinado algunas de las galerías de la tercera planta. En total, se muestran 31 piezas, muchas de las cuales destacan por ser iconos de la contemporaneidad. El recorrido por la exposición se realiza cronológicamente y arranca en la sala 304, con el arte de la posguerra. En ella, se encuentran algunas de las adquisiciones más destacables del museo como es Sin título, del expresionista abstracto norteamericano Mark Rothko, adquirida por 3,5 millones de dólares a un coleccionista privado, y valorada en la actualidad por 81 millones. Pintada en 1952, sólo existe una copia similar en el mundo en manos de otro coleccionista, por lo que sólo es posible contemplarla en Bilbao.

El visitante también podrá admirar en esta galería Villa Borghese (1969), de Willem de Kooning y Ambrosia, de Antoni Tápies, en el que el artista catalán recupera la superficie del muro mediante la mezcla de polvo de mármol y pigmentos, como si se tratara del néctar que daba la inmortalidad a los griegos y da el título a la obra, según explicó Lucía Agirre.

También se expone La gran antropometría azul (1960), de Yves Klein, quien embadurnaba de pintura (Azul Klein International, el color que él mismo creó) a mujeres desnudas y las arrojaba sobre lienzos en blanco.

Arte vasco

En la colección del Guggenheim, el arte vasco tiene un lugar especial. De las obras que componen los fondos propios del museo, el 30% del total son de artistas vascos y 26 de los 73 creadores (36%) proceden de Euskadi. En esta exposición, se pueden ver obras de dos de los pesos pesados de nuestra escena artística: Jorge Oteiza y Chillida. Concretamente, del primero se muestran dos de los ejemplos más representativos de su series Cajas Vacías y Cajas Metafísicas; además, se puede ver una de las esculturas en granito recortado realizadas por Chillida, del que también posee obra la Fundación Guggenheim de Nueva York.

La galería 302 acoge algunos de los trabajos del artista alemán Anselm Kiefer, quien aborda abiertamente el horror de la Alemania desmembrada de posguerra. Una de sus piezas más espectaculares e inquietante es Las célebres órdenes de la noche (1997), en la que Kiefer se autorretrata como una figura solitaria yacente sobre el suelo. Junta a ella, una marina de Gerhard Richter, basada en fotografías que supusieron un punto de inflexión en su carrera.

Los años 60 están representados por Andy Warhol, del que el visitante tendrá oportunidad de volver a ver sus Ciento cincuenta Marylins multicolores (1979). También se expone Nueve discursos de Cómodo (1963), una serie unida por el fondo gris de sus nueve lienzos, que Twombly pintó en 1963 recién instalado en Roma, un exilio que la crítica estadounidense no entendió. Hasta el punto de que su obra quedó relegada durante décadas en Estados Unidos aunque fuera apreciada por los coleccionistas europeos. A principios de 2007 el Museo la compró por 21,5 millones de euros, la adquisición más cara de la colección.

Se puede contemplar, asimismo, una parte destacada del conjunto de lienzos que conforman La habitación de la madre (1995-97) de Francesco Clemente, una obra que evoca los grandes murales decorativos de los palacios medievales y renacentistas; algunas importantes piezas que reflejan la vuelta a la pintura que tuvo lugar en los años 80, con movimientos como el neoexpresionismo o la transvanguardia, y obras que recuperan la expresividad pictórica, como El diluvio (1990) de Miquel Barceló. También se han incluido dos obras de Jean-Mitchel Basquiat, a quien el museo ha dedicado este verano una exposición temporal.