Viví con gran intensidad el sprint de este miércoles, y le cogí el gusto a esa faceta del ciclismo, la más emocionante, la que en los últimos doscientos metros dispara nuestro corazón al máximo de pulsaciones como espectadores, no sólo por la incertidumbre de saber quién va a ganar, sino por el gran riesgo de caídas que percibimos, cuando los corredores pelean agrupados a 70 kilómetros por hora. El joven italiano Jonathan Milan hizo un sprint perfecto, saliendo de la rueda de Merlier en el momento preciso para superarlo, en los diez metros finales. Es un portento físico, que viene de la escuela de la pista, donde cosechó éxitos en las pruebas del kilómetro y de persecución.
El sprint parece ahora una arte menor en el ciclismo, absorto por la necesidad de superhéroes, como la sociedad, del campeón global mediático, absoluto, imbatible, del icono. Siempre hubo campeones así, no se han inventado ahora, lo fueron Coppi, Anquetil, Merckxs, Hinault, en el ciclismo moderno, por no irnos más atrás, pero su hegemonía global estaba equilibrada con esa especialidad específica de la velocidad. Y los más veloces gozaban de un gran prestigio. De las tres grandes vueltas, el Giro era la prueba que más cuidaba la presencia de unas cuantas llegadas propicias para el sprint. Mi retina recuerda largas y anchas avenidas rectas en ciudades costeras que siempre terminaban con la palabra mare, como ayer en Francavilla al mare. En ellas, más que en las etapas de las otras dos grandes vueltas, un frente ancho de corredores se disputaban enormes sprints masivos, con velocistas de talla, como el gran Marino Basso, como Zandegu, incluso como los más versátiles Saronni o Moser, o como el más cercano Cipollini. Teniendo ese elenco de velocistas que, en sucesivas generaciones de ciclistas daba Italia, cuidaban su producto, como saben hacer los italianos. Y así, el Giro se convertía en el escaparate de la velocidad pura, con los suyos y los mejores extranjeros, los Van Linden, Freddy Maertens, o Roger De Vlaeminck. Además de ese cuidado por lo suyo, tan italiano, parece que el gusto por la velocidad, no sólo la ciclista, acompañó a ese país en el terreno de los coches. Allí nacieron las marcas míticas de los circuitos y las carreteras, Ferrari, Alfa Romeo, Maserati, e incluso, en los tiempos pioneros de la velocidad a motor, coches que no eran italianos ni tenían allí su origen, tomaban un nombre italiano porque les daba un aura más veloz, como los bólidos Bugatti, que volaban en el circuito de la Fórmula 1 de entonces, en Lasarte-Oria. Así que si uno cierra los ojos y busca una idea de la velocidad sobre una carretera, es fácil que su mente le ofrezca la imagen de un coche rojo rugiendo entre curvas. La velocidad es italiana.
Txomin Perurena
Este asunto del sprint me recuerda una anécdota de nuestro gran Txomin Perurena, cuando contaba que una de sus mejores victorias la consiguió en La Vuelta de 1972, en Almería, frente al gran velocista italiano Zandegu y al belga Van Linden. La cosa sucedió más o menos así:
A quince kilómetros de la meta, el lanzador de Peru, González Linares, se puso a tirar con fuerza, como era lo habitual. A falta de cuatro o cinco kilómetros para el final, se puso a tope, hasta los últimos trescientos o cuatrocientos metros, en los que se lanzaba el sprint, donde llegaba el momento de Peru. Ese día González Linares les puso a todos en fila de a uno, a tal la velocidad, que era casi imposible pasarle. Sólo le superó Txomin en la recta de meta, venciendo por delante de los mejores sprínters del pelotón, Zandegu y Van Linden, que no salían de su asombro.
–¿Quién, quién? –contaba Peru que preguntaba el italiano Zandegu, contrariado, en la meta.
–¡Yo! –, le dijo Txomin, pensando que preguntaba por el corredor que le había derrotado.
–¡Tú no! ¿Qué quién era el lanzador? –le respondió Zandegu, sorprendido por aquella locomotora que era González Linares.
Para compensar el trabajo de González Linares, Txomin le devolvió el favor en la etapa entre Benicasim y Cambrils de esa misma Vuelta, disputada bajo un sol de plomo. Ese día, durante todo el recorrido, González Linares le había comentado a Txomin que no se encontraba bien, que le dolía mucho la cabeza por los efectos del calor. González Linares, buscando una solución bajó hasta el coche del médico de la carrera, que le dio una aspirina, que él se tomó mezclada con un sorbo de Coca-Cola. Cuando faltaban una quincena de kilómetros, González Linares volvió a acercarse a Txomin para decirle que ya iba bien.
–Voy de puta madre. Ponte detrás–, le dijo literalmente
Dicho y hecho. Txomin tomó su rueda y siguió la estela de su tren infernal. Puso al pelotón tieso en fila india, y cuando se acercaban a la meta, a cinco, cuatro, tres, dos, un kilómetro, en lugar de aflojar, apretaba más. Txomin se dio cuenta de que si frenaba un poco, González Linares se iría sólo, sin que nadie pudiera superarle. Y es lo que hizo. Ralentizó la marcha y provocó un corte en la fila, que nadie pudo tapar, y González Linares ganó la etapa. Ésas son habilidades del arte de la velocidad.