Los Pirineos nos han regalado dos etapas de verdadera montaña, de las de antes, con ese sabor de gesta antigua, incluso con desfallecimientos monumentales, que hacía tiempo que no veíamos. Bastó el encadenamiento de puertos de montaña largos, de más de 10 kilómetros de subida, y con porcentajes constantes por encima del 8%, para desmontar un ciclismo espejo de potenciómetros y simuladores. El Tourmalet, con sus 17 kilómetros de ascensión, que representan más de una hora de esfuerzo extremo, dictó la sentencia. Y en él se impuso Vingegaard, beneficiándose de la hegemonía de su equipo Jumbo, que le permitió escapar y controlar a los adversarios detrás; aunque se demostró que el más fuerte era Kuss, el líder, que en su arrancada final, a un kilometro de meta, le quitó medio minuto a su jefe de filas. Todos nos alegraremos si Kuss gana la Vuelta. Y puede hacerlo, nadie sube hoy por hoy mejor que él, es un escalador de postín y con mucha experiencia, muy fogueado en las cumbres del Tour y de la Vuelta, donde ha brillado como el último gregario que prepara el ataque de su jefe, y también con victorias propias. Ya anuncié que aquella escapada permitida que obtuvo una gran ventaja, y en la que estuvo Kuss, podía propiciar un vencedor sorpresa.

Lo que nadie esperaba era la pájara de Evenepoel, aunque no sé si llamarla pájara. Pájara en el argot ciclista es el desfallecimiento extremo que sucede a un periodo de esfuerzo largo y sostenido, en el que se han vaciado los depósitos de energía, por no haberse ocupado de comer y beber durante la carrera. Y, sin embargo, Remco claudicó a los 40 km de etapa, a poco de comenzar a ascender otro coloso, el Aubisque. No medió un gran esfuerzo anterior que le vaciara. Él dijo que se sentía sin energía, sin gasolina. Un enigma que su equipo deberá estudiar. Porque su condición física era buena, como demostró ayer, tras su debacle, marcándose una etapa apoteósica, atacando desde el kilómetro 0, escapándose con un grupo, atacando a sus compañeros de fuga en el duro puerto de Hourcére para irse solo con Bardet, a quien llevó a rueda generosamente toda la etapa, para soltarle por desfondamiento subiendo a Belagua. Si no fuera por el tiempo perdido la víspera, que le granjeó cierto consentimiento de los favoritos, quedaría como una de las gestas modernas del ciclismo.

Fue conmovedor ver a un doble ganador del Tour como Vingegaard emocionarse y llorar a lágrima viva por su victoria en el Tourmalet. Dijo que era el cumpleaños de su hija Frida, y le quería dedicar la victoria. Esos gestos tan humanos, cercanos a los que cualquiera de nosotros experimentamos en las batallas de cada día, nos acercan al mito, y lo hacen más amable. Es como nosotros –pensamos–, y eso acrecienta nuestra simpatía hacia él. No es un ganador como un robot, está alimentado y movido por sentimientos como los nuestros. Decía Aristóteles que la Poesía tenía más verdad que la propia Historia porque permitía conocer los sentimientos de aquellos que protagonizan la historia, lo que mueve a los que libran las batallas. Las lágrimas de Vingegaard son poesía, porque nos dejan acceder a su corazón, que vemos alimentado por los mejores sentimientos. 

Si Remco no hubiera reaccionado con su etapa magistral de ayer, habría tenido dudas para titular el artículo, ¿Frida? o ¿Muerte en el Aubisque?, que es donde sucumbió y el título de una novela que escribí en la que en los barrancos de ese puerto se produce una muerte ciclista. Pero Remco, con su reacción, merece estar con su nombre, junto a Frida. Remco, doble campeón del mundo, y con tantos triunfos, también nos conmovió llorando desconsoladamente al ganar la etapa. Sus lagrimas eran las de quien ha sufrido mucho pero ha sido capaz de levantarse, lágrimas de rebeldía, que son un ejemplo para todos. Las lágrimas de Vingegaard y Remco, también son lágrimas de sueños, que encierran muchos anhelos, algunos cumplidos, y otros derrotados, pero que siguen en lucha. 

El Pirineo que recorrieron los ciclistas es mi territorio. Allí me hice un poco ciclista, allí hice los mejores amigos de mi vida, allí experimenté los primeros amores. En ese Pirineo pasé muchos veranos, y ahora que esta estación va cerrado su puerta, los recuerdo con más intensidad. Cada verano traía algo nuevo, que a veces incorporaba al instante, y otras, tiempo después. Algunas vivencias eran puro presente, y otras, más profundas, quedaban como un poso en el alma. Aventuras, amores, deseos, amigos, estrellas, risas, conversaciones filosóficas, besos, todo quedaba grabado, aunque el otoño lo alejara. La Vuelta, atravesando esos paisajes tan cercanos, removía mi pasado. Viendo a los corredores camino de Belagua, recordaba mi primera acampada de niño lejos de mis padres, con un club de montaña, en aquellos parajes, Otsagabia, Isaba, Irati, el monte Ori. Por la noche cantábamos canciones antifranquistas, jugábamos bajo el sol radiante de la infancia, capturábamos grillos, y yo soñaba que esos puertos que ascendíamos caminando, Laza, Larrau, los escalaba en el futuro en bicicleta. Un tiempo de mariposas en el alma, al que a veces consigo volver, catapultado por un libro, un paisaje, una carrera de bicis, un recuerdo.