Después de 21 etapas, de 3.500 kilómetros, de tres contrarrelojes, de montañas, de lluvia y frío, sólo 14 segundos separaron a los dos primeros clasificados, al esloveno Primoz Roglic y al galés Geraint Thomas, lo que da una idea de la igualdad de este Giro de Italia. Venció Roglic, y su triunfo honra al ciclismo que tiene en sus piernas, tras su mala suerte en determinados momentos de su carrera. Recordemos sus caídas en el Tour y la Vuelta del año pasado. Una mala fortuna que a punto estuvo de repetirse en el monte Lussari si no llega a estar cerca un amigo que, junto al mecánico que le seguía en moto, consiguieron empujarle en una pendiente en la que, tras pararse por un problema en la cadena, no podía arrancar. Ha habido justicia poética. Pero si hubiese vencido Thomas también habría sido justo, pues como el esloveno, el Giro tenía una deuda con él, tras caídas y abandonos en las ediciones cuando era más joven y estaba en su plenitud. A pesar de esto, su elegante deportividad no le ha conducido a la tristeza, y festejó su segundo puesto. “Lo hubiera firmado sin dudarlo si me lo ofrecen en febrero”, declaró. Ambos comparten la construcción de su carrera ciclista desde abajo, poco a poco. No han llegado, como los jóvenes de ahora, triunfando desde el primer día. Roglic llegó tarde al ciclismo, ya en la veintena, desde los saltos de esquí, donde había sido una figura. Le costó romper la suspicacia que eso producía en el endogámico medio ciclista, pero con destellos aislados, sobre todo en contrarrelojes de grandes carreras, mostró las piernas y el motor que tenía. Thomas llegó de la pista, de aquella exitosa escuela de Manchester que tantos triunfos dio a los británicos, también a Thomas, que atesora varios oros olímpicos y títulos mundiales en persecución. Llegó a la carretera de la mano de Dave Brailsford, para ayudar primero a Wiggins, y luego a Fromme. Él y Richi Porte eran los últimos hombres del tren que destrozaba al pelotón en las montañas francesas, para que el capitán rematara la faena. Hasta que se le presentó la oportunidad en el Tour de 2018, donde los titubeos y marcajes a Froome le ofrecieron una libertad que sus piernas no desaprovecharon. Cuando se dieron cuenta, llevaba una ventaja insalvable sobre su jefe, sobre Dumoulin, y además era el más fuerte. Después, no tuvo reparo en volver a ceder los galones a Egan Bernal en el Tour del 2019 y trabajar para él.

La resolución en la penúltima etapa pareció un eco de la del año pasado en la Marmolada, aunque aquella no fuera contra el crono, entre Carapaz y Hindley. También recordaba a la histórica contrarreloj final del Tour de 1989 en la que Lemond arrebató el maillot amarillo a Fignon por sólo ocho segundos. La diferencia es que entonces se trató de una crono llana, de 24,5 kilómetros, entre Versalles y París, y que en ese recorrido plano Fignon se sentía imbatible con sus 50 segundos de ventaja. Fignon reaccionó con rabia ante su derrota y no con el saber perder de un deportista. En aquella ocasión fue decisiva un arma secreta de Lemond, su manillar de triatleta, que ahora usan todos. Su beneficio aerodinámico fue el que permitió a Lemond enjugar la diferencia. En esto de los progresos tecnológicos en el ciclismo, a veces los avances han venido desde dentro, desde la propia investigación de los fabricantes de bicicletas en sintonía con los equipos y corredores. Así fue la aparición del cierre rápido de las ruedas que suplantó a las mariposas, desarrollado por Tullio Campagnolo desde su experiencia ciclista, cuando debido al frío no pudo cambiar de lado la rueda en un puerto dolomítico. Entonces no había cambios y se llevaba una corona de unos 18 dientes a un lado, para los puertos, y otra más pequeña al otro, para el llano, y había que dar la vuelta a la rueda. Así fue también la aparición del cambio de marchas por paralelogramos, a mediados de los treinta. Sin embargo, otras mejoras han llegado de fuera, como los pedales automáticos que trajeron Look e Hinault al ciclismo desde las fijaciones de los esquís; o como las coronas enormes que permiten subir puertos antes imposibles, que han llegado desde la bicicleta de montaña, y han cambiado el ciclismo con subidas extremas como la de Lussari. También ocurre en la ciencia. Recuerdo que las ahora operaciones oftalmológicas para quitar la miopía tuvieron origen en el accidente en bicicleta que sufrió un niño soviético al que se le rompieron las gafas que llevaba, se le incrustaron pedacitos de cristal en el ojo, y comprobaron que al cicatrizar las heridas la miopía habían desaparecido.

Thomas y Roglic son dos ejemplos para la emulación, cuando la irrupción fulgurante de las nuevas estrellas, como Evenepoel o Pogacar, que triunfan desde la cuna, parecen indicar que sólo rigen las cualidades innatas y no tanto el trabajo. Ellos muestran otro camino, más válido y edificante para la vida. El de quien tras caerse se levanta y vuelve a luchar, el del que no se rinde ante las adversidades, porque confía en sí mismo, en sus fuerzas, en la honestidad de su entrega. Algo a tener en cuenta en estos tiempos difíciles.