“Sin riesgo, no hay gloria”, dijo Roglic antes de partir de Sanlúcar de Barrameda, el origen y el final de la Vuelta al mundo de Juan Sebastián Elcano. Valiente, ambicioso, sin miedo, al igual que Elcano, el esloveno llevó al límite su idea del riesgo para buscar la gloria. Quiso conocer el más allá. Buscar el horizonte de la Vuelta, su circunnavegación; sería el primero en ganar cuatro veces la Vuelta de manera consecutiva. Pionero.

Exsaltador de esquí que a punto estuvo de matarse después de una fatal caída en un prueba de trampolín, Roglic no teme el riesgo. Lo asume y lo hace suyo. Se adapta a él. En el cuello de Roglic se balancea una cadena con la silueta de un saltador de esquí. Es su pasado, del que se siente orgulloso. Se cayó y se puso en pie. Es su carácter.

En el antebrazo derecho lleva tatuada una cruz. Es un hombre de fe. Cree en sí mismo. Por eso, cuando todo era un asunto para velocistas después de una día entre bostezos, cuando se esperaba a Pedersen, el vencedor, Roglic se disparó en el tobogán. De abajo a arriba. A la inversa.

Se propulsó con el afán de los grandes campeones, que lo son a tiempo completo. Roglic tomó impulso. Siempre hambriento. No hay día de asueto para el esloveno, dispuesto al asalto aunque le cueste la piel.

Roglic es una bendición para la Vuelta. El campeón en curso, competidor imperturbable, ofreció otra lección de ambición y de amor por la carrera. Se sacrificó. El esloveno se agarró a la improvisación y al arrojo para engrandecer su dimensión y su ascendente sobre la carrera. Lo hizo a toque de corneta. Se la jugó el esloveno. Se desprendió de cualquier cautela y cargó con todo para alimentar el pulso contra Evenepoel.

ATAQUE, PINCHAZO Y CAÍDA

Quería morderle, presionarle. Loco maravilloso, el esloveno despegó en un repecho a tres kilómetros de meta. Solo los más rápidos pudieron pegarse a él, mientras el líder, camuflado en el anonimato, se deshinchaba. Pssssshhh. Se le pinchó la rueda al belga, calmo porque estaba en la zona de protección. “Me alegra que exista la regla de los tres kilómetros finales, por suerte ha sido en ese tramo, ya que si no, habría perdido mucho tiempo”, expuso el belga.

Roglic, desatado, furioso, buscando segundos en las entrañas de la tierra, zarandeó el grupo. Terremoto. Abrió una grieta con Evenepoel y el resto. Indomable el esloveno, un cohete. No miró para atrás a pesar de la mochila de los velocistas. Derrochó energía. Quiere la Vuelta. El deseo le empujaba. Irresistible la búsqueda.

Cada segundo cuenta. En ese viaje a por todas, se le cruzó Wright, que cerraba el grupo de Pedersen, Ackermann y Van Poppel. Hizo el afilador el esloveno y se cayó a un palmo de meta. El mal fario se cebó con Roglic, que arañó 8 segundos a Evenepoel a costa de un duro golpe y parte de la piel. El líder dispone de 1:36 respecto a Roglic. Mas continuú a 2:01.

El esloveno quedó herido, la cabeza gacha, buscando oxígeno, a pecho descubierto. Roglic corre así. Sin excusas. El hombro, abrasado. La rodilla, ensangrentada. También la mano. El costado derecho lijado por el asfalto. Caído en el Tour, la Vuelta, su amada Vuelta, también le tiró al suelo. Se puso encima de la bici Roglic, las gafas torcidas y el rostro descuadrado. Se sentó en el suelo. La espalda apoyada en la valla. Bebió agua fría para pasar el mal trago. Las huellas de la caída, marcadas.

EL LÍDER SE INTERESA POR ROGLIC

Evenepoel, que cruzó la meta silbando, sin ningún rasguño porque el pinchazo lo sufrió en la zona de protección de los tres kilómetros, fue a interesarse por el estado de salud de su mayor rival. Le honra. Roglic continuó tendido sobre el asfalto, asimilando el golpe de mala suerte. Su valentía le costó cara.

El futuro inmediato dirá cuál es el precio del valor. Las consecuencias de la caída quedan por determinar. Las heridas otorgan aún una mayor dimensión al esloveno. Roglic dignifica la competición. Es el hombre delgado que no flaquea jamás. Roglic vale su peso en oro. Es un regalo para la Vuelta.

FUGA DE OKAMIKA Y MATÉ

El día que se conmemoraba el quinto centenario de la hazaña de Juan Sebastián Elcano, navegante de Getaria, que dio la vuelta al mundo (sí, la tierra es redonda) capitaneando la nao Victoria, en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, desde donde partió con los ojos brillantes de la sed de aventuras y regresó penosamente con la mirada vidriosa del superviviente casi tres años después, se subieron al palo mayor de la imaginación Luis Ángel Maté y Ander Okamika. Fuga a la vista.

Imaginaron otros mundos, otros mares, un imposible. La utopía como brújula y la ilusión como carta de navegación. El cuaderno de bitácora lo redactó Maté, que quiere cambiar el planeta reforestando Sierra Bermeja, calcinada el pasado año. En Peñas Blancas, el suelo negro, los árboles consumidos por el fuego, recordaron que el bosque al que quiere dar vida Maté, sembrando de árboles los kilómetros en fuga, es una acción maravillosa y efectiva.

EL BOSQUE ENCANTADO

A cada kilómetro escapado, el marbellí aporta un retoño para recuperar el pulmón calcinado de Sierra Bermeja. Su equipo, el Euskaltel-Euskadi planta otro y la Vuelta suma un tercero a la iniciativa. Trabajo en común por el medio ambiente. Con Maté se embarcó Ander Okamika, hijo del salitre y del sudor. Un polizón de la Vuelta. Siempre dispuesto a recorrer mundo. Trashumante. Okamika es de Lekeitio, un pueblo pesquero.

Conoce el misterio de la mar, su hipnótica atracción, ese abrazo abierto, sereno o bronco, soleado o tormentoso, un imán, en cualquier caso. Okamika fue triatleta antes que ciclista profesional. Sabe nadar a contra corriente. Salmón. Llegó tarde al ciclismo pero tiende a mojarse. No le gusta diluirse en el anonimato. Muestra la aleta del orgullo y del entusiasmo. La bandera pirata.

CALMA EN EL PELOTÓN

Tras el día de descanso, la calma chicha continuó en el tuétano de los ciclistas, impresa en las piernas de la tercera semana, las plomizas, esas que antes fueron alegres, pero ahora les inunda el cansancio. El pelotón flotaba, apenas sin propulsión, pero la barca que compartían Maté y Okamika hubiera necesitado más remeros para surcar la jornada para llegar a buen puerto.

Era el viaje a ninguna parte para los cálculos de los velocistas, pero en la cabeza de Maté, aquella locura tenía todo el sentido. Sierra Bermeja era su mascarón de proa. El de Okamika, el amor propio. Por detrás, mandaba la cháchara y el esparcimiento porque el dúo no tenía futuro. Un día de picnic sin tensión.

Media hora de retraso. No les preocupaba el reloj. La jornada de descanso, en directo y por televisión. A ritmo de salida neutralizada. Los martes, al sol. La prisa solo viajaba con los fugados, siempre en el radar del gran grupo, somnoliento, pesaroso, desganado en un día donde el aliciente se concentraba en el tumulto del final.

TENSIÓN AL FINAL

En el desarrollo, sin el viento suficiente para despertar el instinto de los abanicos, se trataba de descontar kilómetros desde la costa hacia los aledaños de Sevilla, a Tomares, dando un buen rodeo para encontrarse de vez en cuando con el aplauso de los pueblos, alimento para el espíritu, tras el coágulo de silencio de tantos kilómetros de paisaje árido y el lazo del sol sofocante, a modo de soga.

Un patíbulo de la nada. 182 kilómetros después de la alianza, de ganarse el jornal y beberse el paisaje, Okamika y Maté echaron el ancla. El marbellí recolectó 546 árboles para su causa. La de los favoritos y los velocistas era situarse en un buen lugar para evitar peligros, que asoman con los pueblos, estrechos, revirados, burlones, tramposos por el mobiliario urbano.

Despertó la carrera de la siesta. Un sopapo. La tensión acelerando. Se olía el peligro. La invitación al caos. En ese ecosistema, cuando todos pensaban en una llegada cincelada para los velocistas, Roglic, la estrella que ilumina la Vuelta, el hombre que ha realzado el valor de la carrera, se lanzó a la aventura, a por un puñado de segundos. Fue su auge y caída. Se estrelló. Gloria y dolor. Avería y redención para el esloveno, un campeón de este a oeste. La valentía hiere a Roglic en la Vuelta.