El balance de la Vuelta debe tratar de lo deportivo, pero también del movimiento de protesta contra Israel que se ha generado desde la sociedad civil. En cuanto a lo deportivo, y como es habitual en las vueltas de tres semanas, el podio refleja con justicia lo sucedido, el orden jerárquico de los tres mejores corredores de la prueba. Vingegaard, que, sin ser el del Tour, ha sido el mejor. Y lo rubricó el penúltimo día en la ascensión a la Bola del Mundo, donde se fue solo, acallando las dudas sobre el posible asalto de Almeida. Éste es un buen segundo, y el único que amenazó el liderato. Con su resistencia formidable, se mostró como un hueso duro de roer. Pidcock, tercero, se reivindica como un candidato a grandes vueltas. El británico es un todo terreno, que había mostrado su categoría en el mountain bike, especialidad donde ha logrado varios Mundiales y la Olimpiada, en ciclocross a la sombra de los intocables Van der Poel y Van Aert, y en las clásicas. Que no hayamos visto a un Vingegaard aplastante ha mantenido la emoción sobre el desenlace de la prueba hasta el final. Aunque, más allá de esta emoción por el resultado, no ha habido grandes gestas o espectaculares demostraciones al nivel de un fenómeno, de un gran campeón. Ha sido una prueba donde todos estaban con fuerzas parecidas, y un poco gastadas a esta altura de la temporada. La escalada a la meta en la Bola del Mundo constituyó un buen ejemplo de esto. No se vio ningún gran ataque. Vingegaard se fue solo porque tenía un poco más de energía y de la misma manera se escalonó el resto. Parecía la subida de una cuesta dura en una carrera juvenil o de barrio, donde cada uno sube a su ritmo, sin reservas de energía para más, y este ritmo es el que marca la ley, poniendo a cada uno en su sitio.

Que no hayamos visto a un Vingegaard aplastante ha mantenido la emoción sobre el desenlace de la prueba hasta el final

En cuanto al movimiento contra la presencia del equipo de Israel, la Vuelta se ha convertido en un acontecimiento mundial, sin parangón, y un espejo en el que se mirarán, a partir de ahora, todos aquellos que organicen una competición deportiva, o cultural (léase Eurovisión) e inviten a Israel. Un movimiento que fue creciendo como una bola de nieve, desde la etapa de Bilbao. Tal fue el movimiento desplegado, en Asturias, Galicia, Valladolid, que, en vísperas de la llegada final, planeaba una duda existencial sobre la Vuelta, la de si sería capaz de llegar o no a Madrid. Y no llegó. En Madrid el movimiento superó todas las expectativas, derribó las barreras, inundó las calles por donde debía pasar la carrera, hizo barricadas con las vallas de protección del público, e hizo imposible la disputa ciclista.

Hubo quien dijo que no se debía mezclar deporte y política, que la protesta debía haberse mantenido en el espacio restringido, para mostrar una indignación pasiva, con pancartas y banderas, pero salvaguardando el orden, respetando la carrera. Pero ocurre que a veces, ante injusticias de tal magnitud como la del genocidio cometido por Israel, la gente se rebela, ante la inoperancia y el fracaso de la diplomacia y de las palabras para detener la barbarie. Una barbarie que ve todos los días en televisión, y que no admite duda alguna, mostrándose un paisaje similar al de las peores escenas de las ciudades bombardeadas durante la II Guerra Mundial, algo que nadie pensaba que volveríamos a ver jamás. 

Ante estos mensajes recordaba cómo, cuando era un estudiante, se nos decía que los estudiantes teníamos que estudiar y no mezclarnos en otras cosas. Ya escribí cómo, en situaciones extremas, el deporte también se ha comprometido históricamente. Recordé la experiencia colectiva de las Olimpiadas Populares de Barcelona de 1936, opuestas a las de Hitler. Experiencias colectivas e individuales, recuerdo ahora el caso del boxeador negro Charley Burnley, campeón de EEUU en peso welter en 1936, que rechazó la invitación para formar parte del equipo estadounidense para las Olimpiadas de Berlín de 1936, debido a su oposición y objeción al régimen nazi alemán. Aceptó, en cambio, la invitación para participar en la Olimpiada Popular de Barcelona. Otro ejemplo que recuerdo en este septiembre, que para una generación siempre es chileno, es el de la negativa del equipo de la URSS, en noviembre de 1973, para disputar el partido de fútbol que le debía enfrentar a Chile para clasificarse en la repesca del mundial de 1974 de Alemania. Pinochet puso el partido en el Estadio Nacional, donde se había encerrado y torturado a miles de personas tras el golpe del 11 de septiembre. Se negaron a cambiarlo, y la URSS no se presentó al partido, clasificándose Chile para el mundial.

Otro aspecto edificante de las protestas ha sido el de mostrar al ciclismo sólo como un juego. En una sociedad en la que el deporte, sobre todo el fútbol, está situado en un pedestal, como si fuera la excelencia de la razón de ser humana, de la creatividad; una actividad en la que se mueven millones como en ninguna otra, y en la que las figuras ganan tanto dinero que es obsceno, estuvo bien que, al menos por un día, se señalara que el deporte sólo es un juego. Y que hay cosas, como la vida, la paz, la libertad, infinitamente más importantes.