Festival Evenepoel. El joven Remco atacó en el momento de los más valientes, cuando la carretera era más dura, en el empinado puerto de Erlaitz, y a más de 40 kilómetros de meta. Demarró de pie, pero una vez sentado sobre el sillín no bajó el pistón, y siguió apretando el ritmo en los cuatro kilómetros restantes de subida. Yates aguantó el ataque inicial, pero sucumbió antes de la cima a la velocidad del belga. De ahí hasta meta fue una contrarreloj en la que los perseguidores no pudieron rebajarle tiempo, sino al contrario. Hicieron un mejor papel aquellos corredores que no habían estado en el Tour, y tenían las piernas menos cansadas.

La Clásica de Donostia es una carrera que, por su ubicación en el calendario, por su recorrido, ha tenido distintas fases. Alguna vez he comentado la grandilocuencia de bautizar como Clásica una prueba que nació en 1981. Comparada con carreras que llevan en la historia del ciclismo más de 100 años, parecía una exageración. Aunque ya va teniendo ese poso, y, como todos, va siendo más añeja. Al principio casi siempre la ganaba Marino Lejarreta, en una prueba que se decidía en la subida a Jaizkibel por Lezo. Ese puerto, duro pero no tremendo, era el último de la carrera, y era suficiente para que la calidad escaladora de Marino dictar a sentencia, ganando hasta tres veces. Con el plantel de ciclistas cada vez más selecto por el prestigio que fue tomando la Clásica, y la mejora de la condición física de los corredores, Jaizkibel no era suficiente. Hacían falta puertos más duros para seleccionar la prueba, y los organizadores metieron Erlaitz sobre Irun, y Murgil, el muro de Igeldo, muy cerca de meta. Dos subidas que impiden la victoria al esprint, o que pase un grupo numeroso como había ocurrido en la últimas ediciones en las que se confió en Jaizkibel como juez.

Algunos grandes campeones mostraron en la Clásica las cualidades que luego les llevarían a triunfar en el Tour. Indurain en 1990 descolgó a Marino en la última parte de Jaizkibel, cuando se habían escapado juntos en la primera. Lo hizo en una de sus primeras demostraciones de su capacidad de subir a alto ritmo los puertos, que al año siguiente le llevaría a ganar su primer Tour. Lance Armstrong, el proscrito actual, debutó en profesionales en la Clásica de 1992. Acababa de competir con la selección amateur estadounidense en las Olimpiadas de Barcelona. Tenía un compromiso de pasar al equipo Motorola después de los Juegos Olímpicos, y tomó un avión desde Barcelona a Donostia, para correr su primera carrera profesional. Llegó el último, a más de media hora de Raúl Alcalá, vencedor, en aquella edición en la que se hizo de noche por la enorme tormenta. Los corredores eran guiados por las luces de los coches entre un diluvio. Armstrong dijo que volvería para ganar esta carrera que tanto le había hecho sufrir. Volvió y ganó en 1995.

Jaizkibel y Erlaitz son dos montes ciclistas de nuestra comarca. Hasta qué punto lo era Jaizkibel lo comprobé cuando llevé a unos visitantes foráneos a la cima de Jaizkibel, para otear desde allí el extenso panorama de montes que se divisan hacia el interior: Larrún, Peñas de Aia, Adarra, Ernio; y el mar extenso al otro lado. Cuando les dije que íbamos a ir a Jaizkibel, me dijeron: “Ah, el monte de los ciclistas”. Erlaitz es un monte ciclista por otras razones menos conocidas. Alguna vez lo apunté sin dar nombres, hoy los daré, como homenaje a Marcelo Usabiaga, cerca del séptimo aniversario de su muerte. Allí subía Marcelo, en octubre de 1934, con sus 18 años recién cumplidos, vestido de corredor, sobre su bici Pelissier morada y una multiplicación brutal de 48x18, para avisar al contrabandista del caserío Mantecas, en la cumbre de Erlaitz, de la llegada de varios fugitivos de la fracasada revolución minera asturiana que había que pasar a Francia. Era su labor de enlace en el aparato de pasos de frontera que los comunistas de Irun habían montado. Se acaba de publicar un cómic sobre él, Cava y calla, un título que sugiere una filosofía válida para el ciclismo y la vida: no hay que rendirse ante las adversidades, no hay que abdicar de los principios cuando vengan mal dadas.

Al principio, la Clásica se celebraba en la primera quincena de agosto, como un aliciente más de la Semana Grande. Y yo solía estar en ese camping del Pirineo del que hablé, ese feliz Verano azul de piscina, verde de montaña, y rojo, porque allí descubríamos lo más fogoso y ardiente de la vida, descubríamos el deseo. Mi camping también se modificó con la Clásica. Al principio era un oasis sin noticias, más que cuando alguien iba a Jaca y traía algún periódico. Luego empezó a llegar la prensa diaria. Cuando llegaba el momento de planear mi viaje al Pirineo, solo tenía que pensar en las lecturas deseadas y coger los libros. Pero cuando se inventó la Clásica y se televisó, se me planteó un dilema: si quería verla necesitaba un televisor, y añadí a los objetos del equipaje una pequeña tele con cuernos, con la que poder ver en aquellos días de agosto esta carrera. El ciclismo se mezcla con todo.