uando empezó este cambio brusco de vida que ha significado el encierro en nuestras casas, escribí un artículo que titulaba A las trincheras, porque era lo único que podía hacer el ciclismo, replegarse, guarecerse, sin desarmarse, para esperar a que la situación fuera más propicia. Por fin parece atisbarse el tiempo de la recuperación de lo que somos. "¡El viento se levanta! ¡Hay que intentar vivir!" -como dijera el gran poeta Paul Valery-. Y toca salir de las trincheras, del rodillo, al campo abierto de batalla, a la guerra de movimientos, desplegada en la verdad de las carreteras.

Este largo periodo de confinamiento ha significado disponer de más tiempo para las actividades no directamente productivas. Lecturas, películas, a las que no llegábamos por el frenesí de la actualidad. También algunas menos provechosas, pues las plataformas proveedoras de entretenimiento, esa expresión de consumo de la cultura de masas, han hecho su agosto, invadiéndonos con más ofertas y productos. Pero, en general, en ese cierre del futuro y de los proyectos que ha supuesto la pandemia, hemos girado la mirada hacia atrás, hacia donde podíamos ver, hacia los asuntos sin terminar, hacia un determinado pasado.

Al menos es lo que yo he hecho. ¿Y qué es el pasado realmente? ¿Es solo aquella sucesión de hechos acontecidos, ordenados de una u otra manera? ¿O, es más bien lo sucedido más su reverso, es decir, lo que no pasó, el potencial que tuvo pero que no se realizó? Yo me apunto a esa última teoría. Es más rica, y más rebelde. Con ella se puede entresacar la capacidad de sueño que resta por realizar de cualquier acontecimiento histórico, personal o colectivo, mirando hacia las motivaciones y anhelos de quienes lo protagonizaban, lo vivían. Y esa es la manera de dar al pasado no solo un homenaje, sino vida, de tenerlo en presente, lleno de vigencia, con los sueños pendientes.

Y cuando miraba al pasado de esa manera, al pasado ciclista que ha estado atrincherado, veía una historia que aún no ha sido contada. La historia de los ciclistas estudiantiles de Donostia.

En aquella lejana pero aún joven República, los estudiantes estaban organizados en sindicatos, según sus concepciones del mundo, y estos sindicatos celebraban carreras ciclistas, culminadas con un campeonato provincial. Los principales sindicatos estudiantiles eran tres: el sindicato republicano y de izquierdas, llamado FUE (Federación Universitaria y Escolar); la Asociación de Estudiantes Católicos, conservadora; y la Asociación de Estudiantes Vascos, nacionalista. Se producía un enfrentamiento en libertad entre las distintas visiones políticas para organizar la sociedad. Una expresión de la riqueza democrática de aquella República era el gran asociacionismo y compromiso juvenil. Si uno consulta los periódicos de la época, podrá comprobar que eran pruebas muy concurridas, y que el hecho de conseguir que venciera su sindicato animaba mucho la competencia.

Un circuito en el que celebraban sus competiciones era aquel al que llamaban la vuelta a Oiartzun, que discurría entre ese pueblo, Astigarraga y Donostia; expresándose los momentos de mayor lucha en la famosa Cuesta de la Guitarra, junto a la casa de Txomin Perurena. Esa cuesta era habitual en casi todas las carreras de la comarca, no solo en las de los estudiantes, y era el escenario de las más encarnizadas peleas ciclistas. Era empinada pero corta, y eso propiciaba los ataques sin cuartel, que luego se continuaban en la bajada, porque las diferencias obtenidas arriba siempre eran pequeñas. Así que los primeros pugnaban por mantenerlas, y los descolgados por neutralizarlas. Y además, como siempre se daban varias vueltas a ese circuito, que no tenía un palmo plano, se hacía más dura paso tras paso.

La Cuesta de la Guitarra ya no existe. Al desviar la carretera de Oiartzun a Astigarraga quedó sin uso. Un día me atreví a explorarla, tenía tantos baches que parecía que la habían bombardeado. Luego terminó por desaparecer. En algún otro país, una carretera como esa, con tantas leyendas ciclistas, habría sido convertida en un monumento, para hacerla intocable. Es lo que hacen en Francia, en Bélgica, con sus carreteras de adoquines. Pero aquí parece que falta esa cultura de conservar, aunque los gobernantes a veces se tilden como conservadores.

Para los que no la recuerden, se trataba de una cuesta muy empinada, que terminaba en el caserío de Txomin, con una curva de ciento ochenta grados a un lado, un tramo recto, y otra curva de ciento ochenta grados hacia el otro lado, como las dos curvas de la tripa de una guitarra. El ciclismo es un deporte muy popular en Euskadi, y por eso da más lástima esa pérdida. Hoy, que podremos salir con la bicicleta sin franjas horarias, con libertad casi plena, nos faltará la Cuesta de la Guitarra.

No podremos recrear sobre los pedales las hazañas que en sus pendientes protagonizaron los hermanos Ricardo y Luciano Montero, Otaño, Matxain, Txomin Perurena, o aquellos ciclistas estudiantiles, como los de la FUE, entre cuyos miembros estuvieron después algunos de los más firmes y valientes defensores de la República, que dieron la vida por ella. Me contaron la proeza de uno de ellos que se cayó allí, hiriéndose la cadera tan profundamente que se le veía el hueso, pero aun así llegó el segundo a la meta en Donostia, en la recta de Ibaeta. Ya no podremos emularlos, aunque el viento se levante.

A rueda

La Cuesta de la Guitarra ya no existe. Quedó sin uso. Un día me atreví a explorarla; tenía tantos baches que parecía que la habían bombardeado.