¡A las trincheras! Ese parece ser el grito que se extiende por todo el pelotón ciclista, asustado y amenazado por el coronavirus. Debería estar escribiendo sobre la primera de las grandes clásicas, la Strade Bianche, que se disputa por la Toscana, en Siena. Pero las autoridades italianas suspendieron la prueba. Al mismo tiempo, algunas de las principales escuadras del ciclismo han anunciado que no disputarán ninguna carrera en las próximas fechas, hasta que se disipen los riesgos de infección y contagio de la enfermedad. Así que, por una cosa y otra, los corredores están obligados a permanecer en sus casas. Una verdadera guerra de trincheras, de posiciones (Gramsci dixit), que obliga al ciclista a forjar en soledad la mejor condición física para las futuras batallas, que no sabe cuándo se producirán. Lo que añade una incertidumbre nueva en esta temporada recién nacida, pues son las carreras las que afinan la puesta a punto de los corredores, imprescindibles para alcanzar la forma óptima, por la exigencia que la competición propone.

Y a los aficionados, ¿qué nos queda en este desierto? Nos queda soñar, soñar desde nuestra propia trinchera, recordar, imaginar. Porque recordar, traer desde la memoria es volver a vivir los acontecimientos. Y al soñar impregnamos a esas carreras que fueron, y que suplen las que no hay, de nuestra propia experiencia, las convertimos en nuestra propia poesía, es decir historia atravesada por nuestros sentimientos. Yo quería hablar hoy de cómo el ciclismo moderno, es el caso de la Strade Bianche, ha buscado la vuelta a la tierra, a los orígenes, para encontrar el mito. Algo significativo de esta época sin héroes, sin selvas que descubrir, sin cumbres vírgenes. Porque antaño, el mito del primer ciclismo, aquel de expedicionarios, era el opuesto. Aquel ciclismo abrazaba el mito del progreso, descubría caminos de tierra, pasos de montañas, para asfaltarlos. Fue el caso del Aubisque y el Tourmalet, cuando en 1910 Steinés, un periodista del L’Auto, organizador del Tour, informó a su patrón, Henri Desgrange, de la posibilidad del paso por los dos colosos descubiertos, si mejoraban los caminos. El Tour aportó el dinero para echar grava sobre los senderos y permitió el paso de ciclistas y vehículos. Ahora, el mito es el opuesto, pero con un aire de teatro, de representación.

Aún así, la recreación de las viejas batallas sobre el polvo, nos conmueve a quienes nuestra niñez estuvo soldada a una bicicleta. Ver a los mejores corredores bajo esa nube de polvo, atravesando los caminos de la Toscana, reactiva nuestro viaje a los caminos de la infancia, cuando con las primeras bicicletas nos lanzábamos por los senderos de tierra, en salidas furtivas, porque en las carreteras estábamos demasiado a la vista. Actuábamos como exploradores, en escapadas que nos permitían conocer mejor la periferia de nuestro pueblo. Nos perdíamos por cada caminito, llegábamos a cada caserío, nos impregnábamos de nuestra tierra, de manzanos, hierba, olores. Y eso nos hacía crecer y amar. La bicicleta tiene esa medida, ese alcance, óptimo para llegar a todos los capilares de un lugar. En esos caminos de tierra, uno también se sentía heroico. Se escenificaba mejor que en ningún sitio el combate contra uno mismo, y contra los elementos, simbolizados en esa ruta pedregosa que había que domar con maestría y a la máxima velocidad posible.

Esta idea de la vuelta del ciclismo a los senderos, ha tenido tanto éxito que ha generado incluso un nuevo tipo de bicicleta, a la que llaman gravel. Mirando estas bicicletas encontramos que se parecen mucho a aquellas con las que nos metíamos en los caminos, sobre todo por los neumáticos más gruesos que los de las de carretera. Empezábamos con cubiertas que permitían aquel gravel, pero como nuestro mito evolucionaba hacia el asfalto, el progreso, íbamos cambiando a los tubulares finos, cuando, perdida la inocencia del descubrimiento y la infancia, nos adentrábamos en el terreno adulto de la competición.

Hablando de materiales, de tecnología, este comienzo de temporada permite comprobar un aspecto: se han impuesto los frenos de disco. Salvo un par de equipos, el resto ya los llevan. A mí, sin embargo, no me convencen. Yo soy partidario de los de herradura. Reconozco en esta elección un problema de juventud. Disputaba una carrera que terminaba en el santuario de la virgen de Dorleta, en Salinas de Leniz, cuando en la subida final me percaté de que la rueda rozaba en la zapata. Tuve que detenerme, centrar la rueda, y apretar bien el cierre, que estaba suelto. Guardo un recuerdo agridulce, malo por el incidente, pero hermoso porque aún llegué el séptimo, tras adelantar a muchos corredores. Pero se me quedó una obsesión: necesito ver espacio, un rayo de luz entre rueda y zapatas, y estas, en los nuevos frenos van tan juntas al disco, que no me fío. Ha habido avances revolucionarios en el ciclismo, antiguamente el cierre rápido de la rueda, el cambio de velocidades de paralelogramo; y en el ciclismo moderno los pedales automáticos, los cambios en las manetas, que proporcionan más seguridad y permiten cambiar de pie, atacando. A los frenos de disco no los incluyo en esta categoría revolucionaria.

Pase lo que pase con las carreras, nos queda soñar, el mejor antídoto para el ciclismo contra el coronavirus.

A rueda

Pase lo que pase con las carreras, nos queda soñar, el mejor antídoto para el ciclismo contra el coronavirus