donostia - Julio César cayó igual, víctima de una conspiración. Bruto, su hijo adoptivo, le dio la primera puñalada. “¡Tú también, Bruto, hijo mío!”, lanzó Julio César. Después se sumaron los navajazos de todos los senadores que le querían muerto, que eran muchos y eficaces. El emperador, que se creía Dios, inmortal, dejó de respirar en su palacio. El mecanismo funcionó de modo infalible. Aún lo hace. Un solo corte no suele matar, pero la acumulación de muchos, mata. El método, viejo como la historia, instintivo y cruel, continúa vigente. En Prato Nevoso, donde nadie lo esperaba, porque al puerto apenas le restaba una subida tendida, con asfalto impecable y carretera ancha, se conjuraron los enemigos de Simon Yates, el rey del Giro. Humanizado al fin el líder, vulnerable ante el aguijón de sus enemigos. Sorprendido en sus aposentos, Yates perdió la mitad de su ventaja sobre Dumoulin, que le acecha a 28 segundos. Froome está más lejos, pero su filo le guillotinó. “Aún soy el líder”, dijo el inglés para creérselo y pensar que seguirá siéndolo, aunque dude.
“Estaba esperando hasta el momento correcto, y a dos kilómetros de distancia intenté ver qué era posible. Yates respondió a mi primer ataque, luego Froome atacó y nos llevó a mí y a Pozzovivo. Más tarde descubrí que Yates se quedaba, lo que por supuesto fue bueno para mí. Ha sido un buen día, pero sé que los próximos dos días van a ser muy diferentes, así que tendremos que ver cómo van las cosas”, radiografió Dumoulin, que enfoca de cerca a Yates, atascado en un final lanzado, donde Froome y Pozzovivo compartieron rebelión con el holandés. En la antesala de la enorme etapa del Giro, capaz de sepultar a cualquiera con la tierra de la Finestre, el líder perdió color. Rostro pálido y pocas palabras. Mensaje en código morse. “No he tenido un buen día, las piernas no iban”, asumió lacónico. Después se refugió en el búnquer de la incertidumbre. Hay Giro.
dos arreones El líder, en apariencia, subía silbando una vez Schachmann se había llevado el oropel de la etapa tras arruinar el estoicismo de Rubén Plaza y el entusiasmo de Cattaneo. Entre tanto, se dilucidaban las rencillas de los secundarios que opositan a los puestos de honor. Ajeno a todo, Yates corría con su máscara impenetrable. El rostro victorioso con el que ha bailado sobre las cumbres durante el Giro como si fuera el carnaval en Venecia. La carrera italiana no es un baile de salón, precisamente. Su última semana, bella y salvaje entre los majestuosos Alpes, es un monumento a la agonía, un paraje para la supervivencia y la trinchera de la resistencia. Yates se disponía a descontar otra jornada rosa cuando Tom Dumoulin arrancó con devoción en la zona más plana. Al fin de pie, con la boca abierta, Dumoulin quería morder al líder, de rosa inmaculado. El aleteo de la mariposa de Maastricht alteró el orden establecido. El mundo cambió para el líder. Yates alcanzó a Dumoulin, pero la teoría del caos estaba en marcha, imparable, desatada. Olía a tormenta.
Chris Froome, el orgulloso campeón, percibió algo en Simon Yates después que este esposara a Dumoulin. Tal vez fue la respiración, algún tic, o simplemente le empujó su ambición, su odio eterno a la derrota sin antes plantar batalla. El británico, el monarca del ciclismo, el rey de Gran Bretaña, destempló al príncipe. Lanzó otra salva de cañón y Yates se quedó mirando, como si controlara, pero ya nada respondía a su joystick. Estaba tiritando. Fuera de plano. Desencajado. Froome, contundente en la arrancada, dio aire a su molinillo y Dumoulin, poderoso, sacó la cresta. Pozzovivo, el colibrí, se alistó a la revolución. El Giro, que parecía plegado en la maleta de Yates, recuperaba su esplendor, lejos de la dictadura del inglés. Yates, que siempre había levitado, que flotaba regalando exhibiciones, se quedó sin aire y con las piernas de madera. Tieso. Cedía sin que nadie pudiera auxiliarle. Estaba solo incluso cuando se enganchó a la cordada del magnífico Pello Bilbao, que jugaba con la baza de Miguel Ángel López. Yates no era capaz de seguir las huellas del gernikarra, enmarañado en la pelea entre los patricios, dispuesto a escalar en la general.
Entró en crisis Simon Yates, cuya cotización en el parqué bursátil bajó varios enteros, cuando Froome, Dumoulin y Pozzovivo enlazaron con Wouter Poels, el fiel escudero del británico. En la más inane de las montañas que le cuelgan a la carrera italiana a Yates le cambió el gesto. Se lo torció. Poels pilotó el grupo hasta que se equivocó en una curva de lo rápido y concentrado que iba. Volaban Froome, Dumoulin y Pozzovivo. Yates, débil, arrugado, empequeñecido, sufrió por vez primera. ¿Será la última? El líder no había visto la carrera desde atrás, lejos de la dicha y de su pedaleo pizpireto. Oscilaba y no avanzaba. No le acompañaba la rabia del sonido de Manchester. Todo era silencio a su alrededor. Solo en su castillo.
A las faldas de la fortaleza de Prato Nevoso llegaron diseminados Morkov, Schachmann, Ballerini, Cattaneo, Pfingsten, Rubén Plaza, Kuznetsov, Van Emden, Marcato, Fonzi, Turrin y Van Poppel para jugarse el triunfo. Simon Yates ordenó que sus centuriones se agruparan en formación de tortuga para digerir la última subida tras una travesía tranquila. Ese era el plan hasta que en el puerto, más largo que puntiagudo, la carrera ardió. Entró en ebullición sin mediar palabra. Todo conspiró entonces contra los intereses de Simon Yates. A un par de kilómetros de la cima, Dumoulin se estiró. Su ataque rasgó la maglia rosa. Yates tenía un agujero y señales de flaqueza. Froome, descamisado, hizo jirones al líder. Entre ambos desnudaron a Yates, humanizado al fin en una carrera que sube de pulsaciones ante la traca final donde asoma la tierra de la Finestre.