Seis meses después, frente a los micrófonos, ante los medios de comunicación, el pentacampeón del Tour, Miguel Indurain, había de recordar aquella tarde remota en la que Les Arcs le llevó a conocer el sufrimiento. El 6 de julio de 1996 fue un directo a la mandíbula para los aficionados al ciclismo. Un derechazo que les dejó noqueados en el sofá y les despertó de un sueño del que se habían apropiado: Indurain y su sexto Tour de Francia, una marca nunca antes alcanzada. Todo se había preparado para que el corredor navarro hiciera historia. Una etapa con final en Iruñea, un recorrido amoldado a su ciclismo y un estado de forma óptimo, tras llegar como vencedor de la Dauphiné. Sin embargo, el 6 de julio de hace dos décadas se convirtió en el único día en el que Indurain se vio obligado a tirar la toalla. El día en el que el pentacampeón se rindió a la estación de Les Arcs. El día en el que claudicó en cuerpo, mente y alma. Y supo que en aquella ascensión que domina Lourdes, aquella en la que había sellado su cuarto Tour, nunca ganaría el sexto. Así, el 6 de julio de 1996, en Les Arcs, Indurain fue Miguel. El Dios se hizo humano.

Ahora, 20 años después, uno de sus gregarios de entonces, José Luis Arrieta, todavía recuerda el único día que vio rendirse a su líder. Estaban tan cerca de conseguirlo, que el dorsal 4 del histórico Banesto todavía guarda rabia en la memoria de aquella ascensión; de las 190 pulsaciones a las que hacía frente Indurain mientras, al lado, Bjarne Riis subía en plato. Silbando. De aquel día de lluvia y manguitos, que abrió el sol en el momento menos oportuno y se llevó por delante a un Miguel deshidratado, seco por dentro. Sin sales que le permitieran seguir pedaleando al ritmo de los mejores. “Lo mismo nos da si nos vamos a casa”, le escuchó decir Arrieta, confidente, a un derrotado pentacampeón en la furgoneta del equipo en Hautacam, cuando todavía estaban solos. Días antes otro fiel gregario de Indurain, Joserra Uriarte, que se encontró a un líder desolado: “Estaba triste, pero no por el fracaso de no poder ganar el Tour, sino porque daba la impresión de saber que había llegado su declive. Fue el antes y el después de Miguel”, explica Uriarte.

El súbito sol de Les Arcs, después de las aguas de la Madeleine y el Cormet de Roselend, hizo que el corredor navarro se despojara de la ropa de abrigo y, confiado, se decidiera a atacar. Sin embargo, pocos metros después, de la radio del Tour salieron unas palabras jamás escuchadas: “Indurain en problemas”. ¡Cómo iba a tener Miguel problemas! Imposible. Pero en cuanto la cámara le enfocó, se confirmó la letanía. La lengua hinchada, estropajo en la boca de alguien que daría la vida por algo de líquido con sales -desechó los botellines de su equipo y del Gewiss, que se compadeció de él, porque solo contenían agua-, fue la prueba de que, por primera vez en seis Tours desde que iniciara su reinado, Indurain no conseguía estar donde quería. Faltaban tres kilómetros para la meta y el dorsal número 1, aquel que menos tinta necesita, comenzó a desteñirse, a descolgarse. Seguía pedaleando, constante, aunque sus fuerzas no eran suficientes para impulsar con brío la bicicleta. Inoperativas, sus piernas ya no formaban parte de la maquinaria que ganó cinco rondas galas y se dejaron llevar hasta la meta ante la incredulidad generalizada. Fue 16º, a 4:18 minutos del ganador, el francés Luc Leblanc.

Ese recordado día, la agonía de Miguel, fue seguida por toda una generación de aficionados que nunca le habían visto herido. Los últimos 3.000 metros fueron toda una tortura para el quíntuple ganador y toda su legión de seguidores. Sin embargo, varios kilómetros detrás, Uriarte se tomó la noticia con filosofía: “Ver que tu líder no puede seguir a los mejores se digiere mejor sobre la bicicleta que desde fuera, pero cuesta. Es decir, por la televisión se ve más trágico y dentro eres más consciente de que realmente Miguel no ha perdido, sino que le han ganado. Que el rival era más fuerte”. Y es que, aunque todavía se trataba de la primera etapa de montaña, Riis se coronó como un líder más que válido al frente de un fuerte Telecom.

A pesar de ello, a Joserra Uriarte también le pesa no haber podido romper la barrera de los cinco Tours en la que se habían quedado Anquetil, Merckx e Hinault: “Se creó una dinámica muy bonita. Llegaba julio y se paralizaba todo. Por aquel entonces el Tour se vivía intensamente y fue doloroso porque no queríamos bajarnos del caballo ganador. Ahí arriba la música sonaba muy bien”. Sin embargo, el vizcaino, positivo, saca el lado bueno de aquel 6 de julio de 1996. “Realmente fue un alivio, porque se demostró que Indurain era humano. Sirvió para que la gente se diera cuenta de lo que costaba conseguir lo que habíamos conseguido”, explica con sinceridad. Les Arcs reveló la finitud de la condición de un Miguel endiosado y a todos les quitó la pesada losa del triunfo obligado en los Campos Elíseos. Aunque el precio fue, tal y como explica Uriarte, “el comienzo del adiós de Indurain”.

Homenaje en Iruñea El Tour de 1996 organizó el 17 de julio un final de etapa en Iruñea, hogar de Indurain, para que festejara con los suyos su sexto triunfo. Navarra entera esperaba que su héroe llegara con la túnica amarilla. Pero no. En su lugar, un ramo de flores y miles de lágrimas de otros tantos seguidores tomaron el escenario. El homenaje se convirtió en una despedida adelantada para el corredor más fiable visto hasta entonces. “Lo más doloroso de que Miguel sufriera tanto en Les Arcs fue no poder ganar el Tour que pasaba por Iruñea”. Sin embargo, su ciudad se lo perdonó, le aplaudió entre lloros y se anticipó a la que es, para muchos, la dolorosa frase que Indurain escribió en la lápida del ciclismo divinizado: “Hoy, 2 de enero de 1997, quiero anunciar públicamente mi retirada del ciclismo profesional”. La confirmación de un adiós que comenzó aquella remota tarde en la que Les Arcs llevó a Indurain a conocer el sufrimiento.