Sería hacia 1977. Estábamos hablando de su obra El Peine del Viento. Como amante del mar y de la navegación, abrí el tema sobre el atractivo sonido producido por la fuerza de las olas y del viento, elaborado desde los orificios situados en el paseo, que me recordaban algunas navegaciones. Me comentó:

–“Sí, pero le falta algo. Una idea en la que estoy trabajando es conseguir que esa fuerza consiga pronunciar askatasuna”.

No era una quimera, se hubiese podido hacer.

Su defensa de la Universidad Vasca –él, como muchos estudiantes vascos, padeció la carencia que les obligó a peregrinar por todo España–. Su compromiso con el aprendizaje y la divulgación de la lengua vasca. Su apoyo total al desarrollo de la Universidad en el País Vasco, y la libertad en general. Esto, en momentos comprometidos, fue loable. 

Como en la comedia de Lope de Vega, obras son amores y no buenas razones. 

Sería hacia 1978. Los manifestantes tomaron la iglesia de los Jesuitas de San Sebastián.

El superior de la orden, con el micrófono en la mano, situado en el centro del altar, se dirigió a los ocupantes para pedirles que abandonasen el recinto, ya que, en su opinión, era un lugar de recogimiento y no de manifestaciones –salvo católicas, se supone–. Rápidamente le quitaron el micrófono y alguno de los manifestantes comenzó a exponer las ideas de la concentración, que no eran otras que la reclamación de la liberación de los presos o amnistía. Un policía de paisano, lo recuperó para avisar a los reunidos que “o se van, o los guardias los desalojan”.

Estábamos en el centro de la iglesia con escasas posibilidades de rápido escape. Cerca de nosotros, el conocido sargento López, de la Guardia Civil, con su pistola ametralladora. Estaba siendo tranquilizado, complicado dado su carácter, por un número del cuerpo que le repetía: “Sargento López, tranquilo”. Visto lo visto, le avisó a Eduardo; mejor que salgamos por la puerta lateral rápidamente. Se vuelve y me dice:

–“No te preocupes, nos tumbamos en el suelo y nos machacarán, pero mañana saldrá en la prensa que hemos sido agredidos por defender la libertad de los presos”. 

No pude comentarle su plan. Pasaron unos segundos y nos desalojaron hacia la calle, donde nos recibieron a porrazos. Eduardo se evadió ileso, yo un poco tocado, lo suficiente como para testimoniar el valor y riesgo de su ofrecimiento. Su gesto a nivel de prensa no tuvo repercusión nacional. La censura era total. Eduardo, no lo olvido y por esa razón lo escribo, como otro homenaje más al hombre que, además de artista, fue fiel a sus convicciones, incluso en condiciones adversas.

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