En el merecidísimo acto de reconocimiento a todas las víctimas del terrorismo todo me parecía muy bien, principalmente los conmovedores testimonios de los reconocidos. Además de los poemas, los mapas, la memoria, las apelaciones a la ciudadanía, etc. Y, sin embargo, de forma inexplicable me quedé con un cierto rescoldo de amargura. ¿Qué me pasaba? La respuesta me la dio Manuela Orantes, viuda de Avelino Palma Brioa. Ella recuerda cómo su marido y sus dos compañeros, Ángel Prado Mella y José Luis Vázquez Plata, fueron asesinados en Salvatierra mientras regulaban el tráfico al paso de una carrera ciclista.

De esta manera he identificado el origen de mi amargura: intuyo que tengo algo de ladrón; un ladrón que proclama a los cuatro vientos arrepentirse de serlo pero que se niega a devolver el botín. En efecto, se debe restituir la dignidad de las personas a las que en su día se rechazaba cruel e inhumanamente ("¡que se vayan!") y, en el caso que nos ocupa, eso sólo podrá hacerse realidad el día en el que la agrupación de tráfico de la Guardia Civil regrese a Salvatierra para realizar las funciones de tráfico que requiera la celebración de una carrera ciclista.

Si, a veces, el enredarnos en la maraña de tantas cosas, formatos y saberes nos ciega la sencilla visión del conjunto y nos impide aspirar a ser un estanque fresco en lugar de un páramo adornado.