- En el lado izquierdo se dispone a dormir Nabil, que ya ha colocado el aislante sobre un cartón. Al lado derecho está Pedro, un argentino que parece haber salido de la nada y que no se acostumbra al frío de la noche cerrada. Sobre sus cabezas, la última luna llena del año, y entre ambos, el portal de un bloque de viviendas tasadas en 4.420 euros el metro cuadrado.

El marroquí y Pedro dormían estos días atrás en los soportales de un barrio residencial de Donostia. El encuentro tiene lugar a las 21.00 horas del domingo. Nabil, después de dar una vuelta a la manzana calzado con unas chanclas, se cubre con una manta, moquea, y se frota las manos. Lamenta que cuando se mete el frío en el cuerpo no le suelta. Tiene el pecho cogido.

La tos de sus bronquios suena fea en esta larga noche de Luna Fría, la más próxima a la llegada del solsticio de invierno. El marroquí saca unas galletas de una bolsa de cartón. “No he comido en todo el día”, balbucea en un mal castellano.

El diálogo no es precisamente fluido, la conversación tropieza. El marroquí gesticula tratando de buscar palabras que no encuentra y aprovecha los silencios de la noche para ofrecer lo poco que tiene, como la caja de leche infantil que tiende con su mano derecha. “¿Quieres?”, sonríe dejando al descubierto su dentadura mellada.

Desde los cartones donde Nabil y Pedro recuestan la cabeza se ven al otro lado de la calle las luces encendidas de varias viviendas del bloque de enfrente. En estos momentos no se asoma nadie a la ventana, pero unos y otros pueden verse, cada uno desde su particular atalaya.

Nabil mira hacia los destellos de luz que indican que al otro lado de las cortinas hay varias familias viendo en esos momentos la televisión. Apenas hay 100 metros de distancia y el contraste no puede ser más acusado, como si esta calle donostiarra fuera en esos momentos el grito a escala local de la brecha abierta entre norte y sur en el Planeta.

Superada la reticencia inicial, el marroquí busca, apresurado, su documentación. El periodista hace lo propio y le extiende el carné de identidad. “Nabil, Napal, muy parecido”, bromea el hombre, que a partir de ese momento parece relajarse, dejando al descubierto con su sonrisa el hueco entre las paletas.

Muestra un pequeño móvil sin saldo y lamenta no poder hablar con sus padres. Se llaman Fatima y Enjid. Cuando él marchó se quedaron en la región histórica de Yebala, al noroeste de Marruecos. Viven en el municipio costero de Alcazarseguir, a 43 kilómetros de Tánger.

El hombre muestra un resguardo plastificado del documento de solicitud de protección internacional. El informe refleja que estuvo alojado en las Naves del Tarajal, la playa rocosa de la Ciudad Autónoma de Ceuta a donde llegaron miles de menores marroquíes a nado durante los días 17 y 18 de mayo.

Muchos fueron devueltos a su país nada más pisar el arenal. “Yo seguí mi camino y llegué a Madrid. No me gustó, mucho gente, mejor es aquí”, trata de explicarse el marroquí. “La policía ha venido tres veces, y me ha hecho fotos, pero no ha habido problemas”, revela parsimonioso.

Agradece también las muestras de apoyo de varios vecinos que le han facilitado alimentos. También habla con afecto del ciudadano rumano que está al otro lado del portal, y que duerme en una cama en plena calle desde hace tres meses. Junto a él ha tendido su cartón esta noche Pedro, el argentino. “No puedo entender que con el frío que hace nos manden a la calle”, se indigna el hombre. Llegó a Donostia el miércoles procedente de Cantabria, y lamenta que solo haya podido dormir durante tres noches en Abegi Etxea, el servicio municipal de acogida nocturna para personas en situación de exclusión. “A uno de los empleados del centro de acogida ya se lo dije: ¿Tú te crees que puedo encontrar un trabajo en tres días?”. Sabía que la estancia en el recurso iba a ser muy corta. Por eso estos días, mientras se acercaba a pie al centro de acogida municipal, buscaba lugares para cobijarse “porque en algún lado hay que dormir”.

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Hasta que dio con estos soportales, bajo los cuales está tendido ahora sobre un cartón y mantas. “He venido aquí con el máximo respeto. Nunca he ocupado el lugar de nadie en la calle sin hablar con él previamente”, dice mirándole con gratitud al rumano, que le lanza una manta. Se acaban de conocer y parecen haber congeniado. “Con solo recibir esto ya es demasiado”, sonríe el argentino, que hasta ahora nunca había estado en Gipuzkoa.

El sábado se fue a Irun a probar suerte como camarero en una cafetería. “A ver si me llaman. En Málaga ya trabajé en la hostelería, y fíjate cómo es la vida que también dedicaba tiempo en una ONG para ayudar a los demás, cuando ahora estoy a este lado”.

Palpa en su mochila los currículums que lleva y que guarda como oro en paño. En Abegi le han informado de que hay dos que tiene previsto visitar esta semana. “Hay que buscarse la vida como sea, porque ahora mismo no tengo ni para un café. Es literal, ni para una barra de pan”.

El hombre viene desde Santander, donde dormía en una habitación alquilada. “Me he quedado sin nada, aunque soy una persona positiva. Todas las mañanas cuando me levanto le pido a Dios que me proteja, y más ahora estando en la calle”. Su compañero de suelo en estos soportales dice que le robaron la documentación en Irun, y que desde entonces duerme sobre la cama colocado en los bajos del bloque de viviendas. Aparece poco después un marroquí de mediana edad que está haciendo tiempo antes de coger el tren. El hombre, que duerme en un local del barrio donostiarra de Larratxo, se acerca a saludar a estas personas sin hogar. Él también es uno de ellos. Pronto entabla conversación con el argentino, a quien le explica los puntos de la ciudad en los que reparten comida a transeúntes. En esos momentos se le ve a Nabil que, al parecer, se ha levantado desde el otro lado del portal donde dormía y ha comenzado a dar un paseo entrada la noche. “Me queda un mes y medio para cumplir los seis empadronado y tratar de acceder a alguna ayuda para subsistir”, le dice a Pedro el marroquí, que se despide para coger el tren. Nabil vuelve a echarse sobre el cartón. El rumano también desaparece bajo las mantas y Pedro se va entregando al sueño en esta noche de Luna Fría, también llamada la larga noche, puesto que marca el día más corto y la franja de oscuridad más prolongada del año.