odos los veterinarios que acumulamos algunos trienios hemos estudiado algunas epizootias históricas, el equivalente a epidemias en medicina humana, como la de peste bovina que asoló Europa en el siglo XVIII, y hemos padecido a lo largo de nuestra etapa profesional varias, con cierre de fronteras, zonas de aislamiento, control férreo del movimiento de ganado, establecimiento de líneas rojas y grandes pérdidas económicas. Quizás la más conocida sea la peste porcina africana que entró de Angola y Portugal por Badajoz en 1960 con los desperdicios del coche-restaurante del tren nocturno Lisboa-Madrid y se distribuyó por Europa en la fiambrera de los emigrantes que portaban embutidos. La glosopeda o aparmiña, de los ungulados, la brucelosis, la tuberculosis, tan conocidas por nuestros ganaderos, y algunas más son recientes. Por eso, es difícil evitar las comparaciones con la actual pandemia de la COVID-19 e incomprensible que no cuenten con los veterinarios, tan acostumbrados a estas crisis.

El complejo Neiker en Arkaute (Álava) y Derio (Bizkaia) dispone de modernos laboratorios en los que, me imagino, dispondrán de termocicladores que, con algunas adaptaciones, son capaces de emplear técnicas de RT-PCR para amplificar un fragmento de ADN/ARN del virus y facilitar su identificación. La última vez que estuve en Derio fue para la inauguración de un puntero pabellón para la analítica de muestras, cuando el episodio de las vacas locas comenzaba a declinar. Luego lo usaron para estudios de paratuberculosis bovina. Había pasta y se gastaba con alegría. Un informe de nuestra Facultad zaragozana se hace eco del trabajo de un grupo de psiquiatras chinos que afirman que “quedarse en casa confinado por un mes y sin trabajar se asocia con peores condiciones de salud mental y física, así como de angustia”. Tienen razón. No nos olvidemos de Joaquín y Alberto, del vertedero de Zaldibar. Acordarse de comprar producto local.