En secundaria me tocó un profesor de literatura española de los que creían que un adolescente puede leer, entender y disfrutar lo mismo La Celestina o Quevedo que Pedro Salinas o Valle-Inclán. Tuve suerte. Con él hicimos Luces de Bohemia en modesta producción lleída, sentados los alumnos sobre la tarima y rotando personajes. Gracias a él recuerdo el callejón del Gato con sus espejos que “nos deforman las caras y toda la vida miserable” a nuestro entorno. Parece que en Euskadi nos gusta pasear de vez en cuando por callejones similares.

Esta semana ha vuelto al Congreso la polémica por el ascenso del guardia civil que aparece implicado en el caso de la tortura y muerte de Mikel Zabalza. No podemos calificar jurídicamente con arreglo a derecho el alcance de su implicación puesto que el sistema judicial no ha sido capaz de concluir un juicio sobre el caso y, consecuentemente, no ha habido condenas. Así éste podría pasar por un crimen sin criminales, al haber quedado sin esclarecer por falta de colaboración de quien pueda aportar información, o diligencia en quien deba averiguarla, como por cierto sucede con muchos casos de la otra acera del callejón.

Debemos cuidar la presunción de inocencia y no limitar los derechos –ni siquiera el honor o buen nombre– de quien no ha sido condenado, nos dice el ministro de Justicia. La advertencia me parece muy digna de consideración. Pero también es cierto que tanto cuidado debemos tener en no despreciar las garantías que protegen a cualquiera en un Estado de derecho, como celo máximo debería tener ese Estado en garantizar que se ponen todos los medios para aclarar los hechos y sus responsabilidades. Ese celo debería ser aún más exquisito en no elevar a espacios de dignidad o reconocimiento a quienes estén involucrados en un caso grave que no ha podido aclararse judicialmente. De otra forma el ascenso se convertiría en una suerte de ongietorri en que cambian algunos elementos de la estética, pero cuyo fondo suena en tonalidad parecida.

Un gobierno se debe al derecho y queda limitado por él, como dice el ministro, pero también se debe a la verdad y a la ejemplaridad, especialmente si de memoria estamos hablando. Si el gobierno quiere evitar que haya nombres en las instituciones que queden afectados sin suficientes garantías, debería esforzarse por facilitar todo proceso de verdad y justicia de modo que se evitaran espacios grises de impunidad. Sin esa diligencia el sistema de garantías cruzadas y recíprocas no funciona, lo cual es malo para todos.

Esta polémica ha coincidido con otra con la que guarda paralelismos. La inclusión en listas electorales de decenas de personas condenadas por terrorismo y varios de ellos con graves delitos de sangre. No discuto que estas personas gocen, cada una por separado, de sus derechos al sufragio pasivo tras el cumplimiento de sus condenas. Se trata sin embargo de añadir lo obvio: que el resultado tiene en conjunto un significado político objetivo que incluye, con intención o sin ella, el desprecio a las víctimas de los crímenes de ETA. Elevar de forma repetida e intencionada hasta espacios de dignidad política, representación ciudadana o reconocimiento social a quienes han ejercido la violencia terrorista, sin añadir profundas lecturas correctoras basadas en la memoria democrática, adquiere significado político de normalización y legitimación. Si hubiera un demérito moral en ello cabría preguntarse cómo, en distintos grados, permea a la sociedad.

Tanto en el caso del guardia civil como en el de las listas electorales puede cuestionarse que elevar a espacios de representación y reconocimiento a actores de esa parte oscura de nuestra historia, sin incluir sinceros correctores de memoria democrática, nos ayude a construir un país con convivencia basada en los derechos humanos y en los principios de verdad y justicia.

A don Latino le divertía mirarse en los deformantes espejos y quería mudarse al callejón del Gato. A nosotros nos convendría salir de él.