un par de buenos amigos me han pedido que hable aquí sobre la polémica del PIN parental. Pero dudo.

Y es que Vox consigue imponer la agenda que los demás pasamos a debatir y eso no sale gratis. Introducir temas que rompen los consensos básicos está en el manual del populista totalitario y ni la razón ni el argumento van a conseguir nada una vez que aceptamos entrar en su barrizal. Cuanto más debate haya más se confirma a sus ojos la heroica dimensión de su desafío. La autora turca Ece Temelkuran remite a una vistosa alegoría para advertir del riesgo. Es como jugar al ajedrez con una gaviota que vendrá aleteando ruidosa, tirará todas las piezas, cagará sobre el tablero y se marchará con la altiva seguridad de haber ganado la partida. Tú te quedas perplejo con la tarea de limpiar el tablero.

Pero la alternativa es el silencio. De modo que me limitaré aquí a recordar lo que la comunidad internacional ha acordado sobre la educación en los últimos 75 años en eso que llamamos Derecho Internacional de los Derechos Humanos y que debería ser un mínimo común compartido a partir del cual gestionar nuestras diferencias.

Pues bien, la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que la educación tiene por objeto “el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá la paz”. Los tratados que siguieron insisten en que “la educación debe capacitar para participar en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todos”.

De modo que la primera idea es que los contenidos sobre igualdad de derechos y tolerancia no son un capricho de una administración pública concreta, sino, según el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, un requisito básico de todo programa educativo.

La segunda idea se refiere al papel de los padres o tutores, a los que sin duda corresponde el derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos, pero siempre que se “satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza”. Y, como hemos visto, los contenidos sobre libertades, derechos, igualdad y tolerancia son parte de esas “normas mínimas”.

Y una tercera idea. El esperpéntico debate sobre si los hijos pertenecen al Estado o a los padres es una absurda discusión, sin pies ni cabeza, sobre un problema que no existe. Sorprende que el presidente del PP, Pablo Casado, haya cometido la torpeza de entrar con un tuit que gustoso firmaría Trump: “Mis hijos son míos y no del Estado, y lucharé para que este Gobierno radical y sectario no imponga a los padres cómo tenemos que educar a nuestros niños. Saquen sus manos de nuestras familias”.

Recuerdo que mi madre nos colgó en la pared de la habitación que yo compartía con mi hermano una edición plastificada de aquel poema de Khalil Gibran que decía: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida deseosa (...) aunque estén contigo no te pertenecen. Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos...”. A su lado pegó el no menos famoso If de Kipling. Seguramente por eso me resulta natural la respuesta que da el Derecho Internacional de los Derechos Humanos al debate citado: en caso de conflicto entre padres y Estado debe prevalecer el interés superior del menor. Y es que el derecho a la educación no se inventó para resolver los “conflictos de propiedad” entre padres y Estado, sino para garantizar la mejor educación para todos: una educación en libertad, para la convivencia y la tolerancia. Gusten la libertad, la convivencia y la tolerancia, mucho, poco o nada a sus padres.