ala una y 24 minutos de la madrugada del 26 de abril de hace 30 años, la vida empezó a moverse en bucle en las localidades más cercanas a la central nuclear Memorial Vladímir Ilich Lenin, tristemente conocida como la central de Chernóbil. Treinta años después, los efectos no solo no han remitido sino que ni siquiera se han calculado de forma fehaciente. Hiroshima y Nagasaki, a duras penas, han podido pasar página. En esta zona, a caballo entre Ucrania, Bielorrusia, Rusia y a un paso de la Europa occidental pasarán miles de años. Es lo que calculan los expertos, año arriba, año abajo. Y una de las consecuencias que no se suele atribuir a la radiación descontrolada es el carpe diem patológico que ha causado entre quienes viven en esta zona del mundo, luchando contra una inercia muy difícil de vencer. Desesperanza que les hace no pensar en el futuro: “Vivimos solo un día”, resume Svetlana Shmagailo, superviviente del desastre y que actualmente sigue viviendo en la zona.
La región de Chernóbil sufre una contaminación nuclear, según la OMS, unas 200 veces mayor a las provocadas por las bombas estadounidenses sobre Japón. Y aunque las cifras, aún hoy en día, siguen siendo objeto de controversia, la población tiene pocas dudas. “En la calle donde vivía mi madre solo quedan vivas dos personas. En todas las casas hay algún caso de cáncer”, relata Svetlana. En Orane no necesitan cifras oficiales. Los efectos de la radiactividad son palpables e incluso los sienten: “Hay días en los que te levantas y te duele mucho la cabeza. Piensas que será cosa tuya, pero llegas al trabajo y te das cuenta de que a todo el mundo le duele ese día”. Su aldea está a seis kilómetros de la zona de exclusión, del perímetro de 30 kilómetros desde la central en el que no está autorizado vivir. Aunque la radiación no se detiene tras esa valla.
La supervivencia, la única meta alcanzable
El accidente de 1986 no está entre sus temas de conversación. Más bien podría pensarse que evitan hablar de ello. Svetlana es profesora en Orane y ejerce, de manera altruista, de ángel de la guarda de los menores de la región. Es la cabeza visible de la Asociación Chernóbil Elkartea en la zona, y trabaja para que los niños de la zona puedan viajar a Euskadi en verano. Kateryna, de ocho años, pasó el último verano en Donostia. Su abuela estaba preocupada antes del viaje por un pequeño bulto, poco más que un lunar, que tenía en el pómulo. “En cuanto volvió a casa me di cuenta de que ya no lo tenía. Estábamos preocupados, pensábamos llevarle al médico después del verano”, cuenta Galyna Samusenko.
Ir al médico en Ucrania no está al alcance de todos. La atención es gratuita, pero incluye estrictamente el sueldo del sanitario. Los regalos a los médicos son preceptivos para ser atendido en un tiempo razonable, y cualquier medicamento o material debe ser aportado por el paciente. Para una operación, hay que llegar incluso con las sábanas para la cama bajo el brazo. Pero los médicos tampoco son una casta privilegiada. El salario de una profesora ronda los 80 euros mensuales, el de un médico llega a los 150, y cuando hablamos de subsidios las cifras son ridículas. A los llamados liquidadores, que trabajaron en la central tras el accidente paliando sus efectos, el estado les recompensa con unos 7 euros mensuales. Los precios, aunque más bajos, no son tan diferentes a los de Europa occidental: un litro de leche o gasolina cuesta en torno a 0,70 euros.
En la zona de Chernóbil no hay industria, e incluso la normativa va dirigida a impedir su implantación en esta área. Estas limitaciones, unidas a las restricciones a la producción agrícola y ganadera, hacen que la subsistencia sea más una meta que un punto de partida. “Antes, si teníamos leche de sobra la podíamos vender, pero ya no podemos hacerlo”. Cuenta Viktor Samusenko, marido de Galyna. Viven en Dytyatky, el pueblo ucraniano más cercano a Chernóbil. No tienen agua corriente, pero no les faltan los animales, el huerto y la leña para su propio abastecimiento. Es fundamental porque, estando jubilados, apenas cuentan con dinero para comprar en la única tienda de la aldea. Por eso, Viktor sueña con que viajar a Euskadi cada verano a su nieta le sirva para aprender español y romper con la inercia que les arrastra: “Cuando vaya a Euskadi tenéis que ponerle muchos deberes, tiene que ser traductora”, pide a la familia de acogida.
Pavlo es doctor y catedrático de Filología Española en la Universidad Nacional de Kiev Taras Shevchenko. Vive con su padre en las afueras de Kiev y hace unos días salió de la capital para ir a sembrar patatas y conseguir unos ingresos extras. Ni siquiera una persona con estudios de su nivel puede dar un giro cualitativo a su vida en Ucrania. La guerra con Rusia por las provincias del este ucraniano, a cientos de kilómetros de Chernóbil, tampoco ayuda. El Estado ucraniano lleva unos años dedicando recursos al conflicto y recortando en apartados como los sueldos de los funcionarios -entre otros los de los profesores- o los comedores escolares. Estos recortes han hecho que los niños de la zona de Chernóbil hayan estado alrededor de un mes sin ir al colegio este invierno.
La experiencia de un mundo postapocalíptico
Como en todos los ríos revueltos, siempre afloran los pescadores. Uno de los ejemplos más visibles es Chornobyl Tour, una empresa dedicada a las visitas a la central. Con comida y medidor de radiación Geiger incluidos ofrecen vivir, por 134 dólares, “una experiencia reveladora de un mundo postapocalíptico” según su web. Juan Miguel López vive en Hendaia y hace poco participó en uno de estos viajes. “Me gustó verlo, pero me sentí mal. Me veía como un tonto. Viendo a otros turistas me vi a mí mismo y me sentí mal mirando ruinas en lugar de las cosas positivas”. En verano acoge a un niño de Dytyatky y quería ver el entorno donde vive. “Si la radiación habitual en Euskadi es de 0.08, en casa de Maksym era de 0.16. Más cerca de la central llega a 8.0 fácilmente”, relata Juan Miguel medidor en mano.
La radiación fue hace 30 años el problema que colocó a la región de Chernóbil en el mapa, y aún marca la vida de quienes viven en la región, ahora renombrada con fines estéticos región de Ivankiv. La contaminación es su gran problema, pero al mismo tiempo prácticamente el único que se puede paliar gracias a las asociaciones que ayudan a la población a abandonar la zona contaminada al menos 40 días al año. En 1996, solo ciudadanos de a pie de todo el mundo quisieron escuchar el llamamiento lanzado por Naciones Unidas a los estados.