"cuanto menos aporta un político, más ama a su bandera". Esta sabia afirmación la realizó el escritor estadounidense Frank McKinney. El debate identitario, la necesidad (parece que irrefrenable) por parte de ciertos políticos de obligarnos a aparecer como encasillados dentro de un bloque u otro provoca tensiones sociales tan estériles como innecesarias. Y de esta hueca y recurrente polémica se prevalen y retroalimentan finalmente unos y otros.

Libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Esos son los cuatro pilares sobre los que se asienta el denominado y supuesto Estado "social y democrático" de Derecho sobre el que intentamos construir nuestra convivencia. Esos cuatro conceptos son moldeables (y maleables) por vía de interpretación (política y/o judicial). ¿Por qué no debatir sobre los contornos básicos, sobre el mínimo común denominador social y político que nos permita de una vez y para siempre superar esta pesada losa de anormalidad democrática en que aparece instalada nuestra inercia diaria?

Endeble para unos, sólido para otros, siempre hay quien se prefiere (y se empeña) en polemizar sobre los símbolos: himnos, banderas? todo vale para elevar el tono de crispación de forma hueca pero eficaz para sus propósitos. Aquí se ensalza o se demonizan banderas según la combinación de colores, y como siempre, el debate identitario nos traslada a nuestras viejas guerras banderizas, al macabro guiño histórico que nos remonta a las disputas entre caristios, várdulos y autrigones, o las guerras entre gamboínos y oñacinos. Es hora de superar viejos conflictos. Sobra ETA, demandamos la autodeterminación respecto a toda tutela violenta, sobran las ambigüedades en torno a la necesidad de llamar al terrorismo como lo que es, una retrógrada forma de imposición totalitaria, sobran arribistas que pretenden sacar partido de su existencia, sobran reproches al nacionalismo institucional en torno a supuestas connivencias o empatías con el submundo violento de ETA, sobran orientaciones cuasiétnicas, sobran supuestos "etólogos", sobran prepotencias centralistas que minusvaloran ciertos sentimientos nacionalistas? ¡¡¡y falta política de verdad!!!

Y, entre tanto, en Europa, y tras el Tratado de Lisboa, nos hemos quedado sin himno ni bandera europea oficial: una de las polémicas surgidas en el marco de la negociación del nuevo Tratado giró en torno a esos símbolos externos de nuestra Europa, y por temor a que se creara una imagen de auténtico Estado europeo varios países impusieron que no se mencionaran en el nuevo Tratado.

Me parece frustrante: el Himno a la Alegría, extraído de la Novena Sinfonía de Beethoven, podría competir con los himnos nacionales, que por lo general, al menos los que tienen letra (¡por cierto, qué patético resultó el intento de dotar de relato literario al himno español) relatan y ensalzan guerras. Baste como ejemplo La Marsellesa, repleta de referencias a las armas y a la sangre derramada. Nuestra Europa no compite con los Estados, pretende superponerse a ellos? y puede ayudarnos a superar conflictos políticos internos gracias a su compleja arquitectura institucional y a un renovado concepto de soberanía y de territorio, nociones reservadas hasta el momento en exclusiva a los Estados.

La fácil demagogia populista en torno a los símbolos refleja el temor a debatir sobre lo verdaderamente importante: ¿a quién le interesa que se enquiste el debate acerca de nuestras aspiraciones como pueblo vasco, le llamemos conflicto o con otras denominaciones?