Censura es el nombre de la bruja mala de los medios. En la sobrevalorada BBC la influencia del Gobierno conservador hizo caer al presentador Gary Lineker del más popular programa deportivo de la cadena por sus críticas a la política de emigración. Tras la evidencia censora y el clamor solidario con el exfutbolista, le han repuesto. En la mágica Galicia su televisión autonómica ha represaliado a Mayte Cabezas, hija de una víctima del terrorismo, por recordar a Feijóo su incumplimiento de hacer una ley de apoyo a los damnificados. Si a todo esto añadimos que la cadena Fox, propiedad del magnate Murdoch, ha admitido (tardíamente) que algunos de sus comentaristas respaldaron las mentiras del tragicómico Trump sobre el supuesto fraude electoral de 2020, es para echarse a llorar y temblar. La censura es una de las múltiples cabezas de la serpiente del fascismo. A mí me echaron de una emisora de radio por reprobar el muro antipolizones del puerto de Bilbao; pero ¿quién no lleva heridas parecidas? Muchos dicen que hay más censura hoy que en décadas anteriores. Es falso. ¿Acaso se podían desvelar las acciones delictivas de Juan Carlos I? ¿Cuántas veces cerraron publicaciones como El Jueves y secuestraron libros? Pregunten a Josetxu Rodríguez, Javier Ripa y Nicola Lococo sobre su calvario judicial por una tira cómica del rey hace unos quince años. Que ahora se eviten los chistes de homosexuales, mujeres obesas y personas de raza negra no es censura, es un avance ético con nuevos valores. La limitación de información y creación la imponen los poderes económicos, políticos y religiosos. Como la Iglesia sobre sus casos de pederastia y el Gobierno español en lo concerniente al terrorismo de Estado. Donde hay secretos hay censura. Y donde hay miedo, autocensura.