El levante del país de Astérix te lleva hasta La Vendée, tierra indómita cortada como con cizalla por el viento inclemente que llega desde los confines del Atlántico y da a esta tierra ganada al mar desde hace dos milenios un carácter diferente. Y las gentes del lugar, cual biznietos de los irreductibles galos, marcan el territorio, sonríen, te invitan a un trago de vino caliente especiado de receta secreta. Todo es La Vendée.

¿Por donde empezar en esta tierra del Oeste francés? Nos dirigimos hacia allí desde Nantes. Queremos soñar con el verde atlántico, con los infinitos canales de aguas dulces o saladas. Y llegamos a La Gaubretière, donde su coqueta iglesia está en obras y donde nos esperan Tristan y Anne-Sophie Esnault, dos jóvenes artistas-emprendedores que se dedica a diseñar joyas y cuchillos de una altísima calidad. Herreros y joyeras, de lo más pequeño y detallista hasta el acero Toledo, que este viajero no tenía la más mínima idea de lo que era.

Con la paciencia que solo los paisanos de La Vendée tienen, explicaron a este neófito en qué consiste: en trabajar en la fragua decenas, incluso mas de cien diferentes capas de hierro fundido y templado, hasta conseguir esa dureza y belleza únicas del mejor acero del mundo.

Tristan habla con pasión del acero Toledo, uno de los mejores del mundo, que para él es una referencia a la hora de trabajar en la forja el mineral y después tallarlo, como si de un diamante se tratara. Joyas de la orfebrería moderna transmutada desde el oscuro tiempo del medievo.

La fragua de Esnault está situada en un edificio que da cobijo a todas las herramientas que ha fabricado él mismo según sus necesidades. Un inmenso mastín vigila este templo del fuego, donde seguro que hace un milenio herreros y alquimistas discutían sobre el origen del fuego y la transmutación de la materia en oro.

Les Herbiers y Mouchamps

Nosotros nos vamos con una sonrisa hasta la cercana Les Herbiers, donde un par de molinos situados en un alto nos permiten contemplar la llanada de La Vendée, en la que a lo lejos se ven molinos de viento modernos. Nos marcan la dirección de dónde se sitúa el Atlántico, ese océano que se lo ha dado todo a La Vendée.

Bajamos a Les Herbiers y nos llama la atención el castillo, del siglo XV, de Ardelay. Su torre, la cubierta, el foso, el puente levadizo y el pequeño jardín, dentro ya de la fortaleza, indican que fue un lugar importante en aquellos tiempos de luchas, tumultos y duelos. Seguro que en sus cocinas se elaboraba el brioche vendéenne, quizás con otro nombre, pero diríamos que con los mismos ingredientes: harina de trigo, buena mantequilla del lugar, azúcar y un punto de bebida espirituosa. Hoy, en algunos obradores le añaden agua de azahar, pero al auténtico que elaboran todos los días en Planchot le basta con la receta original, utilizando además productos de la región.

La verdad sea dicha: degustar un brioche, un auténtico brioche vendéenne, es otra experiencia en este caso rica, muy rica. Y ver las manos de Thomas Planchot, tercera generación al frente del negocio, amasando, dando forma, trenzado la masa, controlando las diferentes fermentaciones y dorando por segundos la corteza, hace que el sabor sea no solo sideral, sino casi cósmico.

Nos movemos al centro de la villa y en la calle principal, rue de l‘Eglise, nos encontramos con lo que allí llaman fresques. Pienso que no quieren utilizar el término grafiti porque está ya muy usado y la verdad es que sus frescos o murales pintados sobre paredes estratégicas de la localidad invitan a hacer un recorrido entre cultural y artístico.

Al final de la calle queda la iglesia de San Pedro. Toda La Vendée está llena de recias iglesias románicas y además cuenta, a la entrada de muchos pueblos, con cruceros levantados a la gloria del crucificado y su madre. Suelen ser conjuntos escultóricos oscuros, llenos de dramatismo, que contrastan muchísimo con la luz, el verde y la sencillez del paisaje húmedo. Una sugerencia: de noche y con lluvia, conviene andar con cuidado... Es que este peregrino se llevó un susto de muerte al cruzarse con uno de estos monumentos.

Con esta disgresión a uno se le ha olvidado a dónde iba. Bueno sí, claro, a comer, y en la plaza del mercado hay un local en el que el menú del día está muy bien. Aceptamos la sugerencia y acertamos. ¡Buen provecho!

La comida acaba con un buen queso de cabra especiado con hierbas aromáticas de La Vendée, por supuesto, y uno se pregunta si aún quedan hierbas aromáticas.

Y llegamos, siguiendo el mapa recogido en la oficina de turismo, hasta un punto que nos ha llamado la atención. Se trata de un edificio de arquitectura contemporánea, el Tour des Arts, edificio dedicado a las artes y la cultura. Su fachada está cubierta de cobre laminado con un color dorado que desde luego llama la atención. Un edificio muy interesante que da otro valor a la zona en la que está levantado.

Ahora nos dirigimos al pueblito de Mouchamps, conocido en toda Francia por ser el lugar donde está enterrado un grande de la república: Georges Clemenceau. Pero Mouchamps es algo más que eso: cuenta con restos de antiguas murallas medievales y de un castillo feudal, y un corto paseo te lleva hasta el cauce del Petit Lay, río que en Mouchamps se convierte en parte de un paisaje bucólico a más no poder. Todo tiene pinta de estar perfecto: el césped, el remanso del río, el viejo molino... Uno mira a los lados, no sea que se encuentre en un decorado, pero no, es Mouchamps en toda su elegancia en una tarde de un invierno tardío.

El Petit desemboca en el Lay, y este cruzará toda La Vendée para llegar al Atlántico en Aiguillon sur Mer. Apenas 200 metros separan el nacimiento y el final de este río, que da a La Vendée, y sobre todo a la zona de Marais Pointevin, su personalidad.

Música y sueño

Y estando en el corazón de La Vendée interior, en Le Boupère, nada mejor que acercarnos a conocer su tradición musical más pura. El grupo Les Joeux Vendées lleva décadas dando a conocer su música y danzas. Además de preparar sus conciertos, cuenta también con una academia musical donde enseñan y comparten la música tradicional local.

Les extrañó que nos acercáramos hasta ellos para conocer su trabajo. Les Joeux son los testigos vivos de la gaita de origen celta, de la zanfoña o zarrabete medieval, y del oboe de Poitou, muy próximo a nuestra dulzaina, del violín y la danza. Gente muy motivada, que muestra con pasión y orgullo su cultura.

La música transmite quiénes son, de dónde vienen y a dónde quieren llegar, siempre con ritmo y mucha alegría. Una preciosa pieza fue el colofón a nuestra visita. Se trataba de un baile que se danza para un día de boda, cuando los novios bailan y levantan sobre su cabeza un brioche de mas de 20 kilos de peso con forma de rosco. Luego, el brioche se comparte y lo comen entre todos los invitados a la ceremonia. Nosotros no tuvimos brioche de boda, pero la despedida tuvo algo mejor: un vino cuya composición solo los componentes de Les Joeux Vendées conocen, un vino tinto del año mezclado con un licor que no nos dijeron cuál era... y más hierbas de la región. Extraordinario. Grandes personas y mejores músicos nuestros amigos de La Joeux Vendées.

Y la mejor manera de acabar este día en La Vendée interior es cenando bien y pernoctando en un chateau, el Boisniard, un lugar de esos que marcan una región. Le Boisniard tiene mucha historia y cuenta en el edificio original con habitaciones que te trasladan 500 años atrás, aunque disponiendo, eso sí, de las comodidades del siglo XXI.

Y la cena en su recién estrenado estrella Michelin, de la mano del joven e impetuoso Valentin Morice, hace que la noche en esta región francesa sea de las que uno quiere que no se acaben.

Mirando al mar

Unas horas en La Roche-sur-Yon rompen con todo lo visto hasta el momento. Las extrañas esculturas-máquinas articuladas que se mueven según se operan sus mandos son la estrella de la corona de esta ciudad, que tiene a Napoleón en las alturas.

El tiempo se acaba y nos lanzamos hacia la costa atlántica para llegar a Saint Gilles Croix de Vie: puerto de mar, playas larguísimas y dunas. Unos azulejos con un dibujo de una sardina indican a los visitantes las mejores rutas a pie o en bicicleta para conocer la ciudad y su línea costera.

Hay en Saint Hilaire de Riez dos hitos muy fotografiados, el faro Grosse Terre y los cinco pináculos que emergen del mar muy cerca de la costa, como unas esculturas marinas improvisadas. El mar es impredecible y su fuerza llega hasta muy adentro. Los vientos salinos alcanzan hasta Brem sur Mer, una pequeña población que tiene entre sus campos un viñedo ecológico de postín, de la familia Sage. No hace mucho tiempo que Eric y Petra se embarcaron en esta aventura de elaborar en una pequeña parcela propia sus caldos ecológicos. El toque a mar de sus vinos nos recuerdan a nuestro txakoli.

Naturaleza y gastronomía se unen en el mar de dunas que es la costa de La Vendée. Las dunas frente al océano están protegidas, y por lo tanto no se pueden pisar. Estos montículos de arena y plantas dan cobijo a mucha vida natural, y sobre todo contienen la furia del mar; son un ecosistema propio que se preserva. Por estas dunas, o más bien junto a ellas, camina todos los días Jean Marc Perochon, chef también con estrella Michelin y propietario de Les Brisants, un restaurante con hotel situado frente al mar en Brétignolles sur Mer. En sus platos utiliza plantas silvestres que crecen en estos lugares frontera entre el mar y la tierra, plantas que dan a sus elaboraciones un toque fresco, muy natural y lleno de vida. Perochon logra transmitir en sus platos la personalidad de esta tierra tan apegada al mar, que durante siglos han intentado domar. Y si no han logrado domarlo, sí han sabido sacarle provecho.

Cerca de Saint Jean de Monts, en los canales de Point Neuf, disfrutamos con las casetas construidas para dar refugio a los pescadores de anguila de La Taillée. Al lado, en Fromentine, divisamos el gran puente que lleva a Noirmoutier, pero preferimos pasear paladeando el paisaje formado por las estructuras de madera hundidas en el agua que dan refugio a los cultivos de ostras en La Pointe en La Barre de Monts.

Dejaremos para otra visita cruzar el Passage de Gois para llegar caminando hasta la isla de Noirmoutier, sintiendo cómo la marea alta va ocultando el camino que nos devuelve al continente.