La aprobación esta semana del nuevo paquete europeo de asilo y migración consolida un cambio profundo en la forma en que la Unión aborda uno de sus debates más divisivos. El acuerdo, que incorpora la posibilidad de establecer centros en terceros países –como el modelo ya pactado por Meloni con Albania–, supone un giro estratégico con el que Bruselas aspira a reducir la presión interior y enviar una señal de control político. Sin embargo, este movimiento llega acompañado de una fractura notable: España se ha quedado prácticamente sola en su oposición a medidas que considera contrarias al espíritu europeo de protección y garantías. El pacto nace así blindado jurídicamente, pero debilitado moralmente, en medio de críticas de ONG y juristas que alertan sobre un riesgo real de erosión de derechos fundamentales. Europa, una vez más, legisla entre la urgencia y la contradicción.
El reparto de la responsabilidad
El corazón de la reforma sigue siendo el sistema de responsabilidad y solidaridad, que pretende repartir cargas sin imponer reubicaciones obligatorias. Los Estados podrán escoger entre acoger solicitantes, aportar financiación o contribuir con medios operativos, lo que en la práctica convierte la solidaridad en un menú a la carta. Para países de primera línea como Italia, Grecia o España, esto significa que continuarán soportando la presión inicial, mientras otros socios optarán por soluciones financieras para eludir el coste político de la acogida. La disputa no se ha resuelto, sino que se ha reconducido a un equilibrio táctico que prioriza la supervivencia interna de cada gobierno sobre la coherencia de una política común. La reforma se presenta como un avance político, pero encierra el riesgo de institucionalizar la asimetría entre Estados miembros.
Meloni se impone
Donde el pacto da un salto cualitativo es en la aprobación de mecanismos que permiten tramitar solicitudes en terceros países, siguiendo la estela del acuerdo impulsado por Meloni con Albania, donde se prevén centros gestionados bajo supervisión italiana pero fuera del territorio de la UE. Aunque la Comisión subraya que todo procedimiento deberá respetar el Derecho europeo y la Convención de Ginebra, el riesgo de opacidad y degradación de garantías es evidente: acceso limitado a asistencia jurídica, incertidumbre sobre las condiciones de detención y un entorno menos controlable para evaluar la vulnerabilidad de los solicitantes. España ha sido la voz discordante en este punto, defendiendo que externalizar la responsabilidad no solo debilita el modelo europeo, sino que abre una brecha peligrosa en el principio de protección internacional. Su soledad demuestra que el debate ya no se libra entre norte y sur, sino entre quienes buscan contener y quienes aún aspiran a preservar estándares.
Humanizar o contener
La apuesta europea por acuerdos con países socios para gestionar salidas, retornos y evaluaciones preliminares revela una tendencia creciente a desplazar hacia el exterior lo que la UE no logra consensuar en su interior. El enfoque promete eficacia a corto plazo, pero compromete la credibilidad de la Unión cuando se asocian prácticas migratorias con gobiernos de dudoso compromiso democrático. Además, al situar fuera de sus fronteras parte de las obligaciones de protección, Europa corre el riesgo de diluir el núcleo normativo que ha proclamado durante décadas. El nuevo pacto no resuelve la pregunta clave: si la Unión quiere ser un espacio de derechos que gestiona la migración con humanidad o un bloque político que prioriza la contención. La respuesta marcará no solo la política de asilo, sino el lugar que Europa ocupará en un mundo que observa atentamente su coherencia moral.