La confianza se extingue
Confianza, honestidad, justicia, integridad, decencia, empatía, decoro y honradez, entre otras, empiezan a ser comportamientos en peligro de extinción
Por lo que vemos y oímos, cada día parece que ciertas formas de sentir y actuar solo quedan en el diccionario y en los recuerdos de algunos. Esas que tanto echamos en falta en nuestros días: confianza, honestidad, justicia, integridad, decencia, empatía, decoro y honradez, entre otras, empiezan a ser comportamientos en peligro de extinción. Son muchas las noticias que invaden los medios como oleadas de comportamientos deshonestos basados en las mentiras y el abuso del poder o el incumplimiento de lo anteriormente acordado. Los ejemplos no faltan y por ello triunfa el argumento: “¿Y yo por qué no, si todos lo hacen?”
Cuando se normaliza el engaño y cuando cada comportamiento de las personas no se califica por su honestidad, sino por la escala de poder a quien afecta, asistimos a una degradación moral colectiva de las relaciones sociales. Cuando hablamos de riqueza me viene a la mente aquel antiguo slogan de un partido político francés que decía: “La mayor riqueza de un país es una administración honesta”. Seguramente por el efecto contagio y la exigencia ejemplar que representa para la ciudadanía.
La confianza es también un ingrediente emocional del comercio que las marcas pretenden conseguir para que los consumidores se asocien con sus productos y servicios. Antes, la confianza lo era con la persona que vendía o atendía la relación que ahora se quiere trasladar a las marcas. El contacto personal se desvanece en el comercio sustituido por sistemas automáticos de información, proceso y respuesta. Todo ello apunta a un mayor individualismo junto a un aumento de la dimensión de las organizaciones de éxito, que invaden con la tecnología los espacios personales, no generando confianza porque ésta se construye en las relaciones personales, en el trato flexible y el cumplimiento mutuo de compromisos a lo largo del tiempo. En este sentido la tecnología nos dificulta y aleja progresivamente de este terreno de siembra de relaciones confiables interpersonales.
La confianza multidireccional, que es el mayor activo social posible –más que el conocimiento–, desemboca en el bienestar y en la riqueza económica. Qué bien haríamos en buscar un área natural protegida donde se cultivaran, se reprodujeran y se expandieran posteriormente los hábitos y prácticas de la confianza en el entorno social. Merecería hasta un Ministerio del Gobierno en un país socialmente muy avanzado. Esta área social protegida debería ser la escuela –extendida a todas las edades– donde ejercitar estas habilidades y experimentar los beneficios colectivos de sus consecuencias. La confianza no se logra dando cursos o charlas sobre confianza. Como bien dice el refrán “el adulto explica lo que sabe, pero enseña lo que es”. Padres, profesores, vecinos y amigos lo hacen cuando conviven con un niño o un joven. Políticos y dirigentes lo hacen cuando informan de sus actuaciones, sus prioridades, iniciativas y relaciones con los ciudadanos, y también cuando dimiten por razones éticas. Por ello es muy difícil que, si estas habilidades sociales no se aplican en lo cotidiano entre la gran mayoría de adultos y dirigentes de cualquier tipo, puedan arraigar en el futuro de los más jóvenes que –por su edad– solo saben aprender ante la necesidad de adoptar y crear una nueva personalidad autónoma, que les acompañará conduciendo su decisiones de futuro.
Cultivar la confianza es una labor que requiere riesgo, escucha, generosidad, coherencia, veracidad, empatía y propósito de mejora de la relación entre dos o más personas. Respeto, amabilidad, atención y empatía son previos a la germinación de la confianza. Una persona es confiable –y lo debieran ser la mayoría en una sociedad avanzada– cuando reúne las condiciones de ser honesto, competente en su labor, y empático y veraz, en sus relaciones y comportamientos con otros. El actual afloramiento de cargos públicos con títulos falseados, por ejemplo, afecta a tres de los atributos imprescindibles para confiar en alguien y en lo que representa. Una institución es confiable cuando lo son las personas que la componen. La fragilidad de la confianza se ve acechada por la mentira, la falsa lealtad (vasallaje), el chantaje, la injusticia, la sumisión, la despersonalización, la amenaza, el miedo, la ocultación y todo lo que conduzca a la supremacía forzada, legal o no, entre dos o más personas o instituciones. Y cuando esta realidad se amplifica y extiende por los medios de comunicación, la huida de los indecisos –con la duda vigente entre confiar o no– se convierte en una estampida general hacia la desconfianza y la calidad social se derrumba junto a la confianza entre personas, instituciones y entre ambas.
Pero seguramente no conocemos mucho o casi nada sobre los aspectos positivos de la confianza. Esta es siempre bidireccional y constituye una situación de partida ideal para otros logros imprescindibles, si queremos resolver los grandes retos a los que nos enfrentamos. Capacitación personal, desarrollo social, laboriosidad, reducción de desperdicios, relaciones intergeneracionales, innovación social, equipos, calidad de servicio, aprendizaje, solidaridad, sana convivencia, y todo aquello que con sus tres ingredientes: honradez, empatía y conocimiento profesional entre las personas, podamos construir. La confianza se alinea bien con la autoridad que no hay que confundir con el autoritarismo que la margina. Confiar en la experiencia y conocimiento de alguien honrado y empático, con autoridad confiable es un ingrediente indispensable para resolver los problemas y retos vigentes.
La confianza es también una medicina preventiva en las potenciales epidemias de conflictos que estamos viviendo, y en los que potencialmente pronto podamos caer. Hablar de globalización en un entorno de desconfianza creciente donde las negociaciones se confunden con amenazas y castigos económicos es una realidad explosiva que no tiene fin. Cuando el presupuesto de Organización de Naciones Unidas es de 5.300 millones de dólares –institución que vela por los no conflictos– se compara con los más de 2.000.000 millones de dólares, que es la producción anual de armamento en el mundo, nos podemos dar cuenta del balance global entre confianza y conflictividad, y de los riesgos en los que incurrimos. Cultivar la confianza es cuatrocientas veces menos importante -económicamente- que dotarse de medios de destrucción. Estamos frente a riesgos muy evidentes de fracaso del multilateralismo y la diplomacia, y de la extensión de los ya importantes conflictos que aluden a una decadencia de la humanidad en su evolución moral como especie inteligente.
Seguramente el futuro deseable se construirá sobre una vuelta a una antiglobalización y al desarrollo específico de lo diferente en cada territorio o comunidad, en una posglobalización donde lo local cobre la mayor relevancia, y prospere la cercanía y la diversidad creativa. Hoy la tecnología avanza mucho, pero lamentablemente su uso está al servicio de la uniformidad del pensamiento (IA) y de la proliferación de los conflictos basados en estrategias, métodos y herramientas que alimentan las amenazas, la desconfianza y sus consecuencias..