En esta ocasión, el hasta ahora inusual –por su nefasta intensidad– maleficio de los tres 30 de la emergencia climática (temperaturas superiores a 30ºC, vientos retroalimentados superiores a 30 km/h y humedades inferiores al 30%) ha dejado una Península Ibérica asolada: una decena de fallecidos, miles de personas y familias evacuadas, centenares de poblaciones semidestruidas, empresas arruinadas y en torno a 500.000 hectáreas de masa forestal calcinadas.

Cuando aún arden fuegos fuera de control que han destrozado vidas, recuerdos e ilusiones, mucho más allá de desoladoras, complejas y penosas intervenciones para mitigar sus efectos devastadores y propiciar la mejor de las atenciones posibles a los miles de damnificados víctimas de la catástrofe, a la espera de las inmediatas –siempre lentas para quienes habrán de recibirlas– e imprescindibles medidas de reparación, recuperación y reconstrucción ya en proceso, surgen todo tipo de mensajes, voces, reclamaciones, potenciales soluciones, críticas o denuncias a “quienes se señalan como responsables, cuyas decisiones o ausencia de las mismas –se dice– no diseñaron e implementaron planes salvadores que previnieran los acontecimientos, facilitaran la coordinación de los diferentes actores intervinientes (incluidos los propios ciudadanos afectados) o no acudieron al lugar preciso de la tragedia —cientos o miles de puntos de la vastísima geografía—, o no supieron detener, en su día, la migración masiva, centenaria, del medio rural a las grandes urbes, lo que, se supone, les califica de distantes y ajenos a las necesidades y realidades de las poblaciones hoy afectadas”.

Así, la carrera descalificadora “de los otros” –como parece generalizarse siempre que se produce algún problema que rompe con nuestras esperanzas y comportamiento cotidiano– arrastra “todos los errores del pasado”.

Se añade ahora el nuevo reclamo de que “la ciencia lleva años demostrando la emergencia climática y señalando el camino único e inequívoco que habría fijado la manera, ritmos, tiempos y decisiones políticas y sociales que habrían de transformar la ruta para salvar el planeta (todo a la vez, en todas partes)”. Así, parecería que esta y otras muchas catástrofes eran, son y serán evitables o que, al menos, su impacto negativo se vería claramente mitigado.

Ahora bien, lejos de pretender unirme a quienes analizarán y aportarán medidas y políticas de posible solución a una catástrofe de estas características y magnitud, y a las propias consecuencias del impacto de la emergencia climática en sí misma –que, desgraciadamente, nos acompañará a lo largo del tiempo, mucho más allá de incendios–, y que provocará sustanciales cambios en nuestras vidas, me concentraré aquí en destacar algunas proclamas o mensajes que han surgido en estos días y que, en mi opinión, merecen una reflexión. No solo para una catástrofe como esta, sino, sobre todo, para abordar un futuro diferente en el que la convivencia, el compromiso con y desde la sociedad para el bien común, la calidad democrática en la toma de decisiones y los ámbitos de aplicación habrán de ser tenidos en cuenta.

Resulta evidente que lo sucedido este verano provocará (o acelerará) múltiples actuaciones transformadoras: el inevitable rediseño de nuestros sistemas de producción y generación de riqueza, de nuestros modelos de bienestar, que incidirán en nuestras políticas urbanas y de movilidad; llevará al medio ambiente y a la sostenibilidad a espacios de mayor interacción, confiando en que se les dote de racionalidad en su compatibilidad con las estrategias y políticas globales desde un propósito común y compartido deseable; conferirá un concepto renovado al desarrollo rural, a la seguridad alimentaria, y provocará tantas otras soluciones y escenarios cuyo logro exigirá transiciones, fases, reasignación de recursos a lo largo del tiempo, posibilitando pasar del mundo de hoy a otro nuevo por reinventar para el mañana. Y que exigirán, por encima de todo, el principio ya acuñado y generalizado de “no dejar a nadie atrás”.

Toda catástrofe moviliza todo tipo de reacciones con ánimo transformador, la mayoría de las veces con demasiado ruido y proclamas y escasos cambios y compromisos reales. La tarea es compleja y el trabajo a realizar inmenso y en múltiples direcciones, desde muy diferentes actores, y excede cualquier acción sectorial o fragmentada. Exige tiempo, además de voluntad compartida.

Revisemos una serie de cuestiones ampliamente escuchadas –desde tertulias, opinadores expertos o circunstanciales, actores clave de la intervención en los puntos de dolor, expertos reales con recorrido y experiencia en la materia…– que han llenado horas de informativos, declaraciones y reclamaciones. Llamo la atención sobre unos pocos, todos interrelacionados, que ayudan a ampliar el foco de la cuestión: insuficiencia de medios para afrontar una catástrofe (siempre lo son, siempre con impacto desigual); descoordinación entre diferentes poderes públicos y niveles institucionales (desde la autodefensa de cada uno, responsabilizando a un tercero y procurando centrar la crítica en la autoridad en exclusiva); el buenismo mediático (convirtiendo cualquier micrófono en canal experto del problema, de la solución, de la geografía en que se desarrolla y, por supuesto, de lo que habría de hacerse a futuro); la gestión simplificada del dato, la estadística y los indicadores que parecerían verdades absolutas (comparando peras con manzanas y afanándose en explicar por qué unos no han invertido en prevención o en extinción, o en condiciones laborales de los profesionales implicados, o en el carácter público o privado del servicio prestado); la experiencia y capacitación de quienes actúan; y, por supuesto, la responsabilidad y gestión competencial de los distintos gobiernos implicados (optando por trasladar la no decisión a aquellos más alejados de sus preferencias ideológicas o editoriales).

Y, en un Estado autonómico, como no podría ser de otra manera, surge el reclamo de una centralización mágica (que se supone sería la receta única para prevenir, mitigar o solucionar cualquier demanda exigible), con inmediata explosión de nuevas normas legales y administrativas (que habrían de ser modificadas “porque han sido diseñadas en despachos alejados y distantes, desde el desconocimiento del terreno o campo de juego y nunca contando con la participación diferenciada de las comunidades y pueblos dolientes”); o llamando a la lealtad institucional (como mensaje de ataque a otros y autojustificación de un “nuevo rol que se pretende impulsar” para modificar los espacios competenciales existentes). Amplio abanico de señales que parecerían llevarnos a una serie de elementos que componen un mínimo común denominador necesario para compartir las soluciones y necesidades requeridas, y que va más allá de la imprescindible inmediatez de acción superadora de los megaincendios y de sus trágicas consecuencias de hoy, contribuyendo a las soluciones comunitarias, sociales y de comportamiento público que afrontamos.

Los principales desafíos que enfrentamos no tienen una solución o respuesta única, ni pueden resolverse con genialidades individuales. Son, por definición, la necesidad de una combinación de actuaciones que lleven a la convergencia de valores estratégicos compartidos, respondiendo al para qué de las diferentes políticas públicas en plena interacción participativa de la sociedad. El qué y el cómo, siempre al servicio de un propósito aspiracional, comprometido, firme, conocido y motivador de un futurible deseable y alcanzable. De aquí la grandeza y el valor de las estrategias colaborativas que distribuyen responsabilidades, roles, medios y resultados compartidos en torno a fines de valor general al servicio del bien común. Estrategias construidas desde la coherencia entre los objetivos finales y los pasos e instrumentos para alcanzarlos.

Llama la atención observar determinadas poblaciones que claman por una recentralización dando por bueno que lo solucionase un gobierno único, cuando, precisamente, denuncian el aislamiento y desconocimiento de lo local por los burócratas –ya sea en Madrid, Bruselas o Lisboa–, que ni cuentan con la experiencia ni con la identidad propia ni con presencia real en los pueblos. ¿Cómo es posible que se piense en una solución desde fuera? El autogobierno es, sobre todo, capacidad de decidir, de asumir riesgos, de comprometerse con las propias soluciones, de establecer necesidades y prioridades, de complicidad con los vecinos y con la comunidad. Exige confianza en las fortalezas que den sentido al bien común compartido, generando una mayor eficiencia con la participación de todos los implicados y que, en consecuencia, aporte mayor valor y niveles de riqueza y bienestar. Es apostar por la propia organización y garantizar la convivencia normal, practicar el principio de subsidiariedad y solidaridad, eligiendo la interacción bilateral deseable con aquellos otros que se conviertan en auténticos compañeros de viaje para abordar soluciones y estrategias compartidas.

Articular el autogobierno con espacios de gobernanza global es un proceso complejo y, al mismo tiempo, imprescindible. No se pueden promover descentralizaciones administrativas, ni generar espacios autonómicos federalizados, ni conglomerados de especial nivel de autogobierno, ni confederaciones tras máximos niveles de cosoberanía, ni espacios de integración colaborativa con sistemas incompletos, perpetuando cascarones conceptuales y contenidos vacíos, o en cuestionamiento e indefinición permanentes. Ni los medios programables para el largo plazo, ni las estructuras vivas de gobernanza, ni la total calidad democrática, ni la afección institucional serán lo suficientemente eficientes para la definición y logro de las estrategias determinadas (en el mejor de los casos en que estas existan).

Buena gobernanza, estrategias colaborativas completas, objetivos y complicidades solidarias compartidas a largo plazo, coherente reasignación de medios, coherencia entre propósito y estrategia y, sí, lealtad institucional –de todos para con todos– nos prepararían mejor ante previsibles catástrofes, emergencias climáticas y otros muchos desafíos globales a los que nos enfrentamos. Observemos y aprendamos de aquello que parece inevitable. Transformemos la actitud y la manera en que abordamos el logro de un verdadero propósito, más allá de la desgracia, el sufrimiento y la imposibilidad de dar respuestas aisladas.

No actuemos hoy por miedo, sino por una esperanza de futuro. Construyamos un nuevo mundo. Reinventemos caminos desde las fortalezas de los elementos esenciales señalados, que habrán de servirnos para edificar una nueva sociedad de bienestar a la que aspiramos.