La violencia sea de quien sea, es siempre violencia. ¿Alguien ha pretendido medirla? ¿Con qué metro? ¿En qué tabla? ¿Por qué se dice que es una espiral? Afirmamos, con toda tranquilidad, como si la cosa no tuviese importancia, que la violencia engendra más violencia. Y no nos preocupamos más, porque nos gusta la frase. Sólo si vemos sangre que nos salpica nos asustamos, e intentamos lavarnos. Pero si no nos llega o no afecta a alguna persona querida, o cercana, tendemos a observarla desde lejos, quizá con el inconfesable alivio de que no nos ha llegado a tocar. Todavía hay diferencias entre la herida en mi cuerpo y la herida en el cuerpo de otra persona. Y si vive o sobrevive lejos, pues mejor.
La Organización Mundial de la Salud define la violencia como “el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de propiciar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”. Es oportuno tener en cuenta tal definición, que tiene una especial relación con aquella fuerza o poder dañino que afecta a la salud física, y también mental, de quien lo sufre.
Si hay algún termómetro en el que se puede reflejar ese borbotón de violencia televisada, que no para, es el de Gaza, aunque en ese termómetro sólo se menciona el número de víctimas muertas, y una aproximación de las heridas. ¿Cómo medir el resto de daños psicológicos y trastornos que necesariamente se producen a lo largo del tiempo? ¿Dónde está ese termómetro? Y en este concepto de tiempo incluimos décadas anteriores y décadas posteriores a nuestros días, porque un alto el fuego, aunque necesario, no cura ninguna herida.
La martirizada Gaza es el escenario de una enorme tragedia. Es muy triste el cómputo constante de números que nos recuerdan a las personas muertas, mil doscientas hace tres años, mucho más de cincuenta y cinco mil en la respuesta. E incontables miles desde el nacimiento de este drama, con un sinnúmero de personas heridas. ¿Seguimos el criterio de la OMS para hacer una radiografía de la violencia? Contamos armas y personas como cosas. Casi no existen ya personas. El guión de la tragedia está escrito, es una tragedia de marionetas, personas cosificadas, soldados con casco y soldados con pasamontañas y una cinta verde en la cabeza en cuya banda superior se lee: “No hay más Dios que Alá, Mahoma es el mensajero de Dios”. Una desigual capacidad de dominación y subordinación, o sumisión, destruye personalidades, donde cada cual actúa ya según el guión establecido en este momento, incluso si el guión manda disparar a las personas hambrientas que se pelean por recoger un saco de comida, que otras personas hambrientas, cosas hambrientas, también desean. Así, el nivel de cosificación y deshumanización tanto de las víctimas como de los verdugos llega a límites inhumanos. Hamás no es un chivo expiatorio, porque tiene una responsabilidad muy grande en el recrudecimiento de esta escalada. ¿Lo sabían los servicios secretos de Israel? ¿Ha sido un señuelo para perpetuar la barbarie? El chivo expiatorio es el pueblo palestino. Si se dice que el objetivo final del sionismo es hacer desaparecer totalmente a Hamás, se vuelve a repetir una mentira, porque el objetivo final del sionismo, “la solución final”, es expulsar de su tierra al pueblo palestino. Se reconoce que para favorecer la desaparición de Al-Fatath se promovió a Hamás. Hoy, de las cenizas y escombros de Gaza y Cisjordania se está nutriendo un número indefinido de personas que estarán dispuestas a utilizar el lenguaje de la violencia para recomponer, o ver cómo se destruye más aún, lo poco que les va quedando. Y Cisjordania es la clara referencia de que el objetivo sionista va más allá de Hamás.
Quien diseña ese trágico guión, que trata a las personas como cosas, está propiciando interminables filas de personas acuciadas por el hambre, con identificación facial incluida; así tiene pena de muerte sin juicio quien aparece en sus archivos, para que a la mínima incidencia también disputen y se peleen en las colas del hambre. ¿Acaso podemos elaborar un guión más perverso? De esa manera, los más fuertes entre los débiles, que son capaces de desplazarse desde largos recorridos a las zonas de humillación en el reparto, podrán sentirse como marionetas, donde se maneja su libertad, ahora aquí, ahora allá, para demostrarles su fragilidad. ¡Qué gran oportunidad para destruir la personalidad de las víctimas! Es un acto de poder, una demostración de dominación ante lo que solamente cabe un acto de subordinación e humillación. En las cárceles de Ecuador y El Salvador se desnuda, se humilla, se viste, o desviste, a todo un grupo de la misma manera. Kant, en su imperativo categórico moral, dice: “Obra de tal manera que siempre trates a la humanidad, tanto en ti como en la de todos los demás, como un fin, y nunca la trates sólo como un medio”. Y si ya el fin es cuestionable, los medios se desacreditan por sí mismos.
Algo tan sencillo parece ya revolucionario: ¿tener en cuenta las necesidades de las personas, y verlas como un fin en sí? Bueno, se trata en realidad de usarlas, despersonalizarlas, destruirlas, negar su mundo interior y su dignidad, y transformarlas en cosas. Ante esta tragedia nos encontramos en un espacio global, en un teatro del que no podemos salir. Es posible llorar, mirar hacia otro lado, o aplaudir. También cabe subir al escenario, aunque eso implica un gran riesgo. Y no faltan quienes lo intentan, quienes se ponen al servicio de lo verdaderamente humanitario, que es la defensa de la vida. Pero también hay muchos aplausos cómplices. Hay muchas personas que sólo ven las masacres cuando se producen entre sus afines, no cuando se producen, sin más. Y como una de las muchas muestras de banalización de la violencia, uno tiene la experiencia de activar el televisor y recorrer con el mando escenas cinematográficas o de series que en ese momento se están visualizando en distintas cadenas: pistolas, agresiones, violencia por doquier… y eso contribuye también a insensibilizar la mirada, a habituarse a presenciar escenas violentas como elemento de distracción, e incluso de divertimento, aunque hay, por supuesto, otro tipo de imágenes y relatos que nos reconcilian con la humanidad.
La banalidad del mal reside, desde el punto de vista de Hannah Arendt, en la simple obediencia a la ley. El mal lo activan personas comunes y corrientes que aceptan como norma el orden establecido en la sociedad y cumplen concienzudamente las obligaciones que les prescribe la ley vigente. Y si nos encontramos en el caso de la violencia cometida por un ejército, la obediencia debida a las órdenes recibidas es la base de su funcionamiento. La individualidad, la personalidad del soldado no cuenta, la individualidad de la víctima no cuenta. La deshumanización del sistema se pone una venda en los ojos. Y así, abogamos por más armamento, y más, y mucho más. Se aprueba en los presupuestos, luego… hay que obedecer a la ley. ¡Seguridad, seguridad!
La banalidad engrasa el carril de la violencia. A veces, agresiones, violaciones y peleas reales aparecen en los medios de comunicación con pelos y detalles. En el contexto del juicio las defensas legales afirman: “No lo quería hacer, fue una circunstancia… fortuita” Y se calcula el daño realizado a la víctima en multas o tiempo en la cárcel. El Código Penal, aun con todas las buenas intenciones, llega a defraudar. Cada delito se tipifica en un artículo y se le asigna al delincuente una pena acorde con la gravedad del desmán cometido. El verdadero daño realizado desde todos los puntos de vista es imposible medir. Aun así, es preciso activar, también, los tribunales internacionales. Dante, en la Divina comedia, coloca en el séptimo circulo del infierno, y con el primer anillo de sufrimiento, a las almas más violentas, a las que en la vida se entregaron a la malicia y la crueldad, pero no parece que hoy tenga buena prensa el infierno, que se utiliza incluso para hacer chistes. Y quizá tampoco las posibles sanciones de los tribunales.
Si, en el fondo, el motivo de la violencia es una cuestión de poder, existe un gran peligro cuando esa dimensión de poder es exagerada. Si alguien demuestra al mundo no sólo que puede cosificar a millones de personas, sino que tiene tanto poder como para que quien levante la voz ante tal situación va a ser dañada, se sentirá cada vez más fuerte, y puede seguir haciendo daño a otras personas, sin límite, porque tiene poder. ¡Oh la indefensión de la víctima y la impunidad del poder! ¿Nos suena?
Afortunadamente, aún es posible otra mirada, la que inspira a la poeta palestina Fadwa Tuqan cuando escribe “Un instante” después de que un niño palestino le entrega una flor: “Tal vez fue solo lo que esperamos / este instante, nada más que él / una flor que ha florecido / entre nuestras manos / sin frutas, ni raíces / una flor maravillosa. Mantengámosla antes de que se marchite / ¡Oh, mi amor! / Bendito sea nuestro instante”. l