A unos centenares de kilómetros de las costas de Galicia, en la conocida como Fosa Atlántica, fueron depositadas durante décadas más de 140.000 toneladas de residuos nucleares en algo más de 220.000 bidones radiactivos. Entre 1949 y 1982, ocho países vertieron sus residuos radiactivos allí: Holanda, Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Alemania, Italia, Suiza y Suecia, convirtiéndola en un gran cementerio nuclear. Hasta que Greenpeace pidió ayuda a Galicia.

En 1981, la organización ecologista Greenpeace realizó espectaculares acciones para evitar el vertido de residuos nucleares, colocando barcos neumáticos bajo los barcos que lanzaban los bidones. En ese momento se produjo un salto cualitativo en la oposición a estos vertidos por la alianza entre ecologistas, cofradías de pescadores, sindicatos, partidos y ayuntamientos, que unieron sus fuerzas para detener los vertidos. En 1983, el Convenio de Londres de vertido de residuos al mar aprobó una moratoria que se convertiría en definitiva en 1993.

Catorce activistas y cuatro marineros gallegos protagonizaron en 1982 una de las historias más emocionantes e intrépidas del ecologismo internacional. A bordo del Xurelo, un palangrero gallego con casco de madera, arriesgaron su vida para tratar de impedir el lanzamiento al mar de bidones metálicos con residuos radiactivos a apenas 650 kilómetros de la costa de Galicia. Aquella gesta abrió telediarios en todo el mundo y fue el principio del fin de una polémica gestión de los subproductos de las centrales nucleares, que se arrojaban a 4.000 metros de profundidad en la denominada Fosa Atlántica. En Euskadi también tuvieron lugar acciones de protesta.

Han tenido que pasar más de 40 años para que una expedición científica solvente iniciara el mapeo e inspección de las 140.000 toneladas que reposan sobre los fondos abisales en más de 200.000 barriles radiactivos. El Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), con el buque oceanográfico L’Atalante, ha vuelto a poner en primer plano en la Fosa Atlántica la presencia de miles y miles de toneladas de residuos radiactivos vertidos en aquella zona, a unos 600 kilómetros de la costa de Galicia, poniendo de actualidad que este tipo de residuos tiene una larga vida.

Según las informaciones que han aparecido en diferentes medios, el buque L’Atalante ha localizado unos 3.350 bidones de residuos radiactivos y ha advertido de pequeñas fugas de alquitrán, pero, según datos de Greenpeace, se vertieron más de 140.000 toneladas de basura nuclear, en unos 222.000 bidones.

El Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) catalogó los lugares de vertido con los datos facilitados por los Estados miembros y consideró que los residuos eran de baja y media radiactividad. Pero habrá que investigar mucho más qué riesgo existe en el ecosistema marino y, en este sentido, es fundamental una vigilancia permanente para ver su evolución como basura radiactiva. La renuncia de la Unión Europea a investigar la situación actual ha llevado a Francia a realizarla por su cuenta, y la postura del Gobierno español en su día de no encargarse de una inspección sobre los residuos radiactivos por estar vertidos fuera de las aguas territoriales no es ninguna razón convincente. Aunque el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), organismo público encargado de la seguridad nuclear y protección radiológica en España, ha venido a decir que los resultados de las medidas y de los análisis realizados hasta la fecha “no han identificado niveles significativos de radiactividad” en la costa gallega ni cantábrica. Por otra parte, las declaraciones realizadas por Ángeles Vázquez, conselleira de Medio Ambiente de la Xunta de Galicia, en las que vino a decir que desconocía la existencia de bidones radiactivos sumergidos desde hace ya varias décadas frente a las costas gallegas, no tienen desperdicio.

Greenpeace ha exigido a la Unión Europea y al Gobierno español que asuman las investigaciones para determinar el estado de los bidones, y ha surgido una petición pública que acumula miles de firmas para exigir que comiencen ya las tareas necesarias para retirarlos.

La investigación que se está llevando a cabo estos días pone también de actualidad el actual debate nuclear, y la herencia que va dejando la industria nuclear: su contaminación y enorme peligro. A pesar de ello, la Unión Europea catalogó la energía nuclear como energía verde en 2022, votando el Europarlamento a favor de esa nueva catalogación y avalando la idea de la Comisión de considerar que la inversión privada en gas y energía nuclear tiene su papel en la transición ecológica y contribuye a mitigar el cambio climático. La inclusión en la taxonomía verde europea de la energía nuclear supone poner a esta fuente de energía al mismo nivel ecológico que las energías renovables, que son infinitamente más limpias, aunque también tengan algunos impactos.

Pero la energía nuclear no es la solución al cambio climático, porque no es neutra respecto a las emisiones de gases de efecto invernadero. Si bien es cierto que la energía nuclear ya funcionando y con el uranio en sus instalaciones no emite CO₂, hay que tener en cuenta todo su ciclo de vida, y entonces las cuentas son muy diferentes. La minería y el enriquecimiento del uranio, su construcción, el desmantelamiento y gestión de residuos y el transporte del combustible a la central —el uranio no es autóctono y las mayores minas se encuentran en Kazajistán, Canadá, Australia y Namibia— también emiten CO₂ de forma intensiva. Los cálculos que incluyen el tiempo de vida de una central y la riqueza decreciente del mineral dan unos resultados totales de emisión de CO₂ mucho mayores y crecientes.

Mientras tanto, en el Estado español debería cerrarse en 2027 el primer reactor de Almaraz y el segundo en 2028. Después llegarán los de Cofrentes, Ascó, Vandellós y Trillo, y el Gobierno español deberá decidir la posible extensión de la vida útil de las citadas plantas nucleares.

Conviene recordar también que el próximo 6 de agosto se cumplen 80 años de la primera bomba atómica arrojada en Hiroshima, y tres días más tarde, en Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Sus efectos fueron devastadores: entre otros, la muerte fulminante de unas 80.000 personas y un número de víctimas mortales que se elevó a más de 250.000 por las heridas y enfermedades derivadas, y las graves secuelas en la salud de miles y miles de personas debido a la radiación liberada durante bastantes años.

No hay que olvidar que la energía nuclear, tanto en su uso civil como militar, comparte la misma base tecnológica, lo que plantea desafíos en cuanto a la seguridad internacional y la prevención de la proliferación nuclear.