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Tribuna abierta

La democracia europea frente al colapso del empleo por la IA

Hablar de democracia hoy es también hablar de economía, empleo y reparto justo de la riqueza

La democracia europea frente al colapso del empleo por la IAPor Joseba Ormazabal López

Hablar de democracia hoy es también hablar de economía, empleo y reparto justo de la riqueza. La legitimidad democrática se sostiene, en gran parte, en la capacidad de garantizar condiciones materiales dignas para la ciudadanía. Cuando la economía funciona, crea empleo, reduce desigualdades y refuerza la confianza en las instituciones. En Europa, la democracia se ha apoyado históricamente en una clase media fuerte, buena productividad y una distribución razonable de la riqueza.

Este equilibrio podría romperse pronto. En menos de una década, podríamos ver el surgimiento de la Inteligencia Artificial General (AGI) y, poco después, de una Superinteligencia Artificial (SuperAGI) que se mejore a sí misma sin intervención humana. Ray Kurzweil, investigador principal de IA en Google, prevé que este salto tecnológico se produzca antes de que finalice la década, cuando la IA iguale o supere nuestras capacidades cognitivas y entre en un ciclo de mejora continua. ¡Solo quedan cinco años!

Esto supondría un cambio radical. En 2040 gran parte del trabajo podría realizarse con SuperAGI y robots humanoides, lo que podría suponer un aumento de productividad exponencial. Las consecuencias serían enormes: muchas tareas en fábricas, oficinas o incluso sectores creativos se automatizarían completamente. No estamos ante un simple cambio tecnológico, sino ante una transformación profunda del modo en que producimos bienes y ofrecemos servicios.

El avance de la IA pone en peligro un principio clave de nuestras democracias: generar riqueza y repartirla de forma justa. Erik Brynjolfsson, del MIT, advierte de una creciente “polarización laboral”: la IA sustituye trabajos intermedios, ampliando la brecha entre empleos muy cualificados y tareas rutinarias. Economistas como Stephanie A. Bell y Anton Korinek también alertan: sin una gestión adecuada, la IA disparará la desigualdad. Millones de horas de trabajo humano desaparecerán en pocos años, y no habrá alternativas para la mayoría. A diferencia de revoluciones anteriores, esta vez muchos de los nuevos empleos también los cubrirán sistemas automatizados. Podríamos acabar con una élite tecnológica que concentre los beneficios mientras la mayoría pierde acceso al trabajo y estabilidad.

Europa encara una amenaza doble. Por un lado, la posible pérdida de su modelo de democracia social, basado en una distribución razonablemente equitativa de la riqueza y la defensa de los derechos laborales. Si el valor generado se concentra en manos de unos pocos actores tecnológicos, sin una redistribución efectiva, las brechas sociales se ampliarán peligrosamente. Por otro lado, el riesgo de irrelevancia geopolítica: sin una industria propia de IA y robótica avanzada, Europa dependerá tecnológicamente de EEUU y China. Aunque el Reglamento de IA (AI Act) marca un hito regulador, expertos como Raluca Csernatoni, investigadora especializada en seguridad y tecnologías disruptivas, advierten del vacío estratégico: Europa está regulando un sector en el que aún no tiene peso real. Este desajuste entre ambición normativa y debilidad industrial acelerará la decadencia tecnológica y la dependencia estratégica.

El cambio tecnológico global refuerza la necesidad urgente de un gran acuerdo internacional que ayude a gestionar de forma justa el impacto de la inteligencia artificial y la robótica avanzada sobre el empleo, la economía y la sociedad. Sin una redistribución equitativa de los beneficios que generan estos avances, preservar la democracia será inviable. Es fundamental establecer equilibrios en distintos niveles: entre trabajadores y empresas, para que las mejoras en productividad no queden solo en manos del capital; entre sectores industriales, para evitar que unos avancen demasiado rápido a costa de otros, dejando a muchos trabajadores atrás; entre los países, para que la transformación no acentúe las desigualdades territoriales; y entre potencias mundiales, para evitar una concentración excesiva de poder económico y político. Sin este enfoque multinivel, crecerán los riesgos de fragmentación, desigualdad y conflicto social. Un acuerdo amplio es la única forma de que el progreso tecnológico refuerce la democracia en lugar de debilitarla.

Estados Unidos, con su estrategia America First y el lema Make America Great Again (MAGA), centra el desarrollo de la inteligencia artificial en sus propios intereses, sin mostrar disposición real a participar en acuerdos globales equilibrados. China, por su parte, sigue un modelo autoritario y tiene como meta declarada convertirse en la primera potencia mundial para 2049, desplazando al liderazgo occidental. En ambos casos, la IA y la robótica se están utilizando como herramientas estratégicas de poder. Ni EEUU ni China parecen preparados –ni interesados– en liderar un pacto que garantice una distribución equitativa de los beneficios tecnológicos.

Ante esta realidad, Europa debe abandonar urgentemente su postura titubeante y sus políticas poco ambiciosas. Como señala el reciente Informe Draghi (2024), Europa corre el serio riesgo de volverse irrelevante económica y políticamente. No existe margen para un “buenismo político” que evite decisiones difíciles ni para reticencias ideológicas que frenen una colaboración público-privada indispensable.

Europa debe superar con urgencia su fragmentación política y económica. Mantener 27 estrategias nacionales distintas es inviable en un entorno global tan competitivo. Esta dispersión afecta no solo al desarrollo de inteligencia artificial, sino también a sectores clave como la minería de tierras raras, la energía, las infraestructuras digitales, los semiconductores o la ciberseguridad. Sin una estrategia común, Europa no podrá competir ni garantizar su soberanía tecnológica ni proteger sus valores democráticos.

O Europa actúa decididamente como una unidad tecnológica y económica real, o corremos el serio riesgo de presenciar el colapso de 27 democracias europeas individuales. La influencia regulatoria de Europa, conocida como Brussels effect, donde exporta normas éticas globales, solo será sostenible si está respaldada por una capacidad tecnológica propia.

Aunque los 200.000 millones de euros anunciados por Ursula von der Leyen son un paso importante, hacen falta reformas más profundas: reducir la burocracia, aumentar la inversión y consolidar un mercado único digital real.

Europa debe liderar la creación de un gran pacto global que establezca reglas claras y compartidas para el desarrollo y uso de la SuperAGI y la robótica. Este pacto debería tener como objetivo que los beneficios generados por estos avances se orienten prioritariamente a reducir las desigualdades globales. Esto implicaría repartir de forma equitativa el trabajo humano restante, avanzar hacia una reducción generalizada de las jornadas laborales sin pérdida de salario y disminuir las brechas salariales. A nivel mundial, dicho acuerdo debe velar por que los países con menor desarrollo tecnológico —como muchos del continente africano— no queden rezagados ni excluidos de los beneficios del progreso. El reto es monumental: lograr una gobernanza global de la IA y la robótica que, en lugar de ampliar las desigualdades actuales, contribuya a cerrarlas. Un desafío aún más urgente y complejo de acordar que el del cambio climático.

En los últimos años, Europa ha cometido errores estratégicos críticos al comportarse como una sociedad idealista, pero irresponsable y dependiente en áreas clave como energía, defensa, minería y tecnología. Debemos asumir este diagnóstico con realismo y humildad, conscientes de que aún existe tiempo, aunque limitado, para corregir el rumbo. Contamos con una década para transformar radicalmente nuestras políticas y consolidar una Europa tecnológica autónoma y unificada.

Si logramos cambiar esta situación a tiempo, construiremos una democracia más robusta, estable y justa, garantizando una prosperidad sostenible para todos los ciudadanos europeos. Pero esta transformación exige actuar con urgencia, valentía y pragmatismo. Como advierte el filósofo Yuval Noah Harari, la tecnología puede ser nuestra aliada o enemiga, dependiendo únicamente de cómo gestionemos su distribución y control.

Estamos en una encrucijada histórica: o Europa lidera una transformación tecnológica que, paradójicamente, sirva para mejorar de forma clara y equitativa las condiciones laborales, o veremos cómo millones de empleos desaparecen sin alternativas reales, aumentando la desigualdad y desestabilizando nuestras democracias. Este liderazgo no puede limitarse a regular: debe impulsar industria, innovación y cohesión social. La democracia europea solo podrá sostenerse si esta revolución tecnológica va de la mano de un nuevo contrato social. No queda tiempo que perder: sec