A veces, decir “sí” no significa querer, sino simplemente no poder decir otra cosa. Leandro Fernández de Moratín ya lo supo ver a comienzos del siglo XIX en su comedia El sí de las niñas, donde retrataba una sociedad que disfrazaba de consentimiento lo que no era más que obediencia impuesta. Hoy, dos siglos después, seguimos atrapados en el mismo dilema, aunque bajo nuevas formas y discursos: ¿cuándo el consentimiento es verdaderamente libre? ¿Y cuándo es solo una respuesta condicionada por el miedo, la presión o la expectativa social?

En los últimos años, el consentimiento sexual se ha convertido en eje central del debate público, especialmente desde la entrada en vigor de la malograda Ley 10/2022, conocida popularmente como la ley del “solo sí es sí”. El objetivo de la norma es claro: garantizar que toda relación sexual se base en una voluntad libre, clara y expresada. Pero en el intento de definir jurídicamente esa voluntad –de medirla, probarla, normativizarla– surge una paradoja inquietante: ¿es posible regular algo tan íntimo, tan cambiante y tan vinculado al deseo como el consentimiento, sin deformarlo?

Aquí entra en escena, desde el ámbito de la física, el principio de incertidumbre de Heisenberg. Aunque su objeto de estudio no sean las relaciones humanas, su lógica tiene ecos sorprendentes en este terreno: intentar medir una realidad sensible puede alterarla por completo. Del mismo modo que medir la posición de una partícula afecta a su velocidad, tratar de objetivar el consentimiento íntimo puede interferir en su espontaneidad, su deseo, su sentido. En otras palabras, cuanto más intentamos asegurarnos de que el consentimiento sea verificable, más lo alejamos de lo que realmente es: un proceso relacional, emocional y humano, no una firma ni una declaración notarial.

Este artículo no busca deslegitimar la protección frente a los abusos –faltaría más–, sino plantear una duda razonable: si al convertir el consentimiento en objeto jurídico plenamente mensurable, no estaremos empobreciendo la experiencia misma del deseo, convirtiendo lo que debería ser libertad compartida en una lista de requisitos burocráticos.

Moratín ironizaba sobre los melones de Añover para hablar de la imprevisibilidad en las relaciones humanas. Aplicar una lógica de control absoluto al deseo, o al consentimiento que de él se deriva, equivale a pedir garantías en un campo donde el riesgo, la entrega y la incertidumbre son parte de la naturaleza misma del encuentro íntimo. La ley del “solo sí es sí” parte de una premisa noble –la lucha contra la violencia sexual–, pero corre el riesgo de traducirse en una normativización rígida de un fenómeno complejo, multiforme y muchas veces inefable.

El consentimiento, entendido en sentido amplio, nunca es solo una afirmación verbal. Es una coreografía de gestos, miradas, silencios, contextos, deseos, miedos. Es una dinámica cambiante, no un contrato firmado. ¿Puede el derecho abarcar esta complejidad sin simplificarla hasta deformarla? ¿Puede proteger sin reducir a protocolo algo que pertenece también a la esfera del deseo, el error, la duda y la pasión?

La ley 10/2022 establecía que solo una afirmación explícita, libre, clara, consciente y voluntaria puede considerarse consentimiento válido. No basta la ausencia de resistencia. Esto, desde el plano jurídico, tiene sentido: busca evitar interpretaciones perversas que conviertan la pasividad en consentimiento. Sin embargo, desde el plano humano, ¿no estamos olvidando que el deseo –como el consentimiento que de él se deriva– no siempre se expresa con palabras?

La imposición de esta forma de ver el consentimiento podría llevar, de forma no intencionada, a una nueva moral sexual pública: aquella en la que se exige una racionalización constante del deseo, una vigilancia permanente de las emociones, y una vigilancia externa sobre la legitimidad de nuestros encuentros íntimos. No se trata de defender una sexualidad sin límites ni responsabilidades, sino de recordar que el consentimiento es también deseo, y que el deseo no siempre se ajusta a los márgenes de un formulario jurídico.

Hay un riesgo serio en esta burocratización del consentimiento: que se convierta en una coartada para anular la complejidad del deseo femenino, considerado siempre frágil, vulnerable y manipulable, mientras que el deseo masculino sigue viéndose como fuente de peligro. Esta visión refuerza, de hecho, los estereotipos de género que se pretendían desmontar. Así, la protección deviene infantilización. La presunción de vulnerabilidad permanente no es empoderadora; es limitante.

Esto no significa negar que existan desigualdades estructurales o violencias específicas que afectan mayoritariamente a las mujeres. Negarlo sería irresponsable. Pero sí implica reconocer que construir un nuevo marco de igualdad no puede pasar por establecer como axioma que toda mujer parte de una posición de sumisión, y todo hombre de una de poder. El consentimiento no puede interpretarse bajo una lógica binaria, de víctima y agresor predeterminados por el sexo.

En ese sentido, la ley del “solo sí es sí” incurre en una discriminación inversa difícil de justificar si lo que se pretende es la igualdad real. La protección de la mujer no debería construirse sobre la presuposición de que está incapacitada para consentir con libertad, porque eso es, precisamente, negar la libertad que se quiere proteger. En el fondo, subyace una visión paternalista del Estado, que asume que las mujeres deben ser tuteladas frente al deseo masculino. ¿No estamos, de algún modo, regresando a la idea de que la castidad es la mejor defensa?

Volvamos a Heisenberg: el acto de observar afecta al fenómeno observado. En el terreno del consentimiento, el acto de juzgar legalmente cada interacción íntima como si se tratara de una transacción objetiva, no solo la modifica, sino que la puede vaciar de sentido. La pregunta ya no es “¿me deseas?” sino “¿me autorizas?”. Cambiar el deseo por la autorización es pasar del lenguaje del cuerpo al lenguaje del control.

¿Queremos una sociedad más libre y más justa? Entonces eduquemos en el deseo mutuo, en la ética del cuidado, en la escucha, en la reciprocidad. El consentimiento no debe ser un escudo contra la sexualidad, sino una puerta abierta a una sexualidad compartida y consciente. No se trata de pedir menos garantías jurídicas, sino de entender que éstas no lo pueden todo.

Apostar por relaciones más igualitarias implica también asumir la incertidumbre, el riesgo del otro, la posibilidad del error. No hay consentimiento perfecto ni absoluto, como no hay medición exacta en física cuántica. Hay procesos, hay contextos, hay matices. El deseo humano, como la materia en el mundo subatómico, escapa a las fórmulas cerradas.

Y tal vez, solo tal vez, ese sea el mayor gesto de respeto hacia la libertad: Reconocer que no todo puede ser legislado. Que hay una parte de lo íntimo, de lo erótico, de lo humano, que escapa –y debe escapar– al control total. Que a veces, como decía Moratín, el problema no es la fruta, sino la forma de escogerla.