Donald Trump, Xi Jinping, Vladímir Putin, Benjamín Netanyahu, el ayatolá Jamenei, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdogan, Javier Milei, Nicolás Maduro... no todos son igual de malos, pero subieron al poder y sus hechos tienden a asemejarlos. A falta de una esperanza democrática, los líderes de la autocracia y el populismo mundial anuncian un tiempo nuevo, y con ello la certidumbre del fin del mundo tal y como lo hemos conocido. Es el milenarismo que retorna para comenzar una era que describe Patrick Boucheron (Anagrama 2024) como el momento de los profetas de la fatalidad: “Que nunca esperan a tener razón mañana, pues quieren el poder hoy “. Se trata del fascismo sin doctrina, el fascismo tecnológico de Trump asistido por Elon Musk o el brutal renacimiento de la barbarie a cara descubierta de Putin, Netanyahu y Maduro. Al año que comienza le queda aún mucha cuerda, pero las reclamaciones de Trump sobre el canal de Panamá, Groenlandia e incluso la federación con Canadá, refinanciación de la OTAN, devolución de los inmigrantes a México, recargos aduaneros, etc. anticipan una convulsión mundial. Algunos de ustedes pensarán que no hay nada nuevo bajo el sol y que estamos ante una repetición de hechos vividos con anterioridad. No es esa mi opinión. El renacer expansionista de los EE.UU. tiene una fecha concreta: el 3 de julio de 2020. Tal día, al pie del monte Rushmore, escenario de gran fuerza simbólica, vigilantes los rostros esculpidos de cuatro de sus lejanos predecesores –George Washington, Thomas Jefferson, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln–, Donald Trump pronunció un agresivo discurso contra “la izquierda radical”. Con esa denominación englobaba tanto al partido Demócrata como a la ideología “woke” –es decir, “progre” (feminismo, ecologismo, alteridad sexual, pacifismo…).
La claridad del maniqueísmo
Así dio comienzo una guerra cultural abierta, hasta entonces confinada en determinadas redes sociales y concretos canales de televisión. Trump y sus apoyos mediáticos hablaban claro, con esa claridad que solo se abre paso cuando la alcantarilla está subiendo al poder. Una visión de los hechos absolutamente maniquea: mi verdad es la verdad que brilla como el oro, tu verdad es falsedad negra como la boca del lobo. Repetida hasta el infinito, quienes hacen de la difusión de informaciones falsas tanto una vida como una forma de arte, consiguen que los “fake” o bulos sean el arma más eficaz para luchar contra “lo woke” o progre. ¿Por qué los demócratas no supieron mantener el poder? No lo hicieron y la vida no perdona ciertas cosas. La “izquierda radical” estadounidense, al igual que la europea, ha sido incapaz de articular un mensaje de contraposición claro. Muchos años de teoría política universitaria, muchos más de ejercicio del poder pisando moqueta le han impedido captar el brusco cambio social que se estaba produciendo, pues en muy poco tiempo los ciudadanos pasaron de creer en los grandes ideales de la democracia a exigir soluciones inmediatas frente a la emigración, la inseguridad ciudadana y la pérdida de poder político y económico mundial. Quien tenga la fuerza de decir las cosas por su nombre y volver a lo concreto ha ganado la partida; esa es la clave del éxito de Trump, Xi Jinping, Orbán o Milei en tiempos donde las reivindicaciones progresistas se perciben con una aprensión notoria, que no interesan ni gota a un cada vez mayor número de ciudadanos. Esa involución resulta igualmente preocupante en Europa: Austria, Hungría, Finlandia, Holanda, Eslovaquia, los länder del este de Alemania –xenófobos a pesar de su exigua inmigración–, Italia y Francia donde la extrema derecha son ya primera fuerza electoral. Se impone una conclusión: la extrema derecha solo accede al poder cuando la derecha tradicional es incapaz de cortarle el paso o, peor aún, cuando se asocia, aunque sea circunstancialmente, con ella. Esa ha sido la historia del ascenso al poder del fascismo, nazismo y franquismo. Franco cimentó su régimen con apoyo de la CEDA, monárquicos, Falange y carlismo, un putrefacto baño de exotismo político que algunos de los socios creían temporal y en beneficio particular de sus intereses dinásticos, ideológicos o programáticos y siempre hay un Gil Robles o un Núñez Feijóo dispuesto a jugar a aprendiz de brujo. Los EE.UU. se encuentran ante un dilema, divididos entre la noción de un pueblo elegido y excepcional, lo que conduce al aislamiento, y su aspiración de potencia universal que conduce al expansionismo. La consigna de Trump “America first” resuelve ese dilema, y las reclamaciones territoriales, que incluso antes de acceder a la presidencia está adelantando, van por ese camino. Me arriesgo a opinar que hay un fondo de temor en la política exterior de Trump ante lo que empieza a percibirse como el “fin del siglo americano”. Después de la victoria aliada en la II Guerra Mundial (1945) los EE.UU. irrumpieron como potencia sustitutoria de los viejos imperios, y probablemente los próximos 20 años podrían ser los de su declive ante la emergencia de India, China, Rusia y sus aliados del sur global. Este es el desafío al que Trump se enfrenta, y proteger lo propio exprimiendo lo ajeno parece ser su solución.
Moral oportunista
Cuando todo se disloca, cuando los focos de conflicto se multiplican y todo arde, los actores secundarios, pongamos la Unión Europea, se ¿deciden? por ganar tiempo. Durar, solo hay que durar. Resistir y capear el temporal, adoptando una moral de circunstancias, es decir oportunista. Se percibe en la ciudadanía europea, y por supuesto en la vasca, este moral defectuosa cuando la defensa de la justa causa de Ucrania va perdiendo fuelle, la barbarie del gobierno Netanyahu se normaliza, el neoimperialismo otomano de Erdogán en Oriente Medio se asienta y la indisimulada represión de Maduro se trivializa. Darle vuelta a la moral oportunista es ante todo una decisión personal, de cada uno de nosotros. ¿Cuántas indecisiones personales se precisan para fraguar una decisión colectiva? No decidir, como no votar, es poner el destino en manos de quienes por su poder económico o mediático pueden decidir por todos, y para ello nos necesitan callados como los peces o enredados en la internet. Al complejo militar industrial que denunció en su día el presidente Eisenhower le ha sucedido la amalgama tecnológica billonaria que pretende formatearnos. No estoy llamando a la revuelta y menos ahora que el término se ha devaluado hasta identificarse con un programa televisivo de entretenimiento, otro signo de esa moral de circunstancias. Tampoco convoco a transitar por un camino de salvación empedrado de fuerza y dolor, teoría de la expiación en la que creía Saulo de Tarso, puro desatino, nunca definida en ningún credo ni por ningún Concilio general de las Iglesias. Quemar no es responder, le replicó Camille Desmoulins a Robespierre durante las journées revolucionarias. Empecemos por ejercer nuestra libertad individual, como nos enseñó Nelson Mandela: “Ser libre es vivir de un modo que fomente y respete la libertad del prójimo”. No encuentro mejor forma de comenzar a apagar el fuego cuando todo arde.