En un escenario geopolítico cada vez más cambiante, la Unión Europea ha elegido a Iberoamérica y al Indo-Pacífico como los espacios regionales clave en los que asentar una posición de liderazgo que pueda dar más vigor a una agenda europea global cada vez más constreñida a abrirse paso a codazos entre la agenda que promueven China por un lado (la Ruta de la Seda y el Nuevo Banco de Desarrollo) y Estados Unidos por otro (bilateralismo, FMI y Banco Mundial).
La UE proyecta sus “valores” mediante las negociaciones multilaterales y a través de sus acuerdos comerciales. La Comisión Europea lleva casi 25 años negociando a puerta cerrada un enorme acuerdo comercial con los cuatro países sudamericanos. En 2019 se alcanzó un acuerdo político que cinco años después sigue sin entrar en vigor. Conscientes de que se encuentra quizá ante la penúltima oportunidad de afirmar un cierto liderazgo económico en el mundo, la presidenta de la Comisión Europea se desplazó el 6 de diciembre a Uruguay para participar en la reunión de los presidentes del Mercosur y forzar el acuerdo con el texto tal como está actualmente redactado por parte del bloque comercial Mercado Común del Sur (Mercosur: Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil).
En varios países de la UE (Austria, Holanda, y ahora Francia) se han levantado voces críticas contra el acuerdo por parte de responsables políticos de diferente nivel. El parlamento austriaco ya se pronunció hace dos años en contra del acuerdo, mandatando al ejecutivo para que se pronuncie en contra del mismo. El presidente francés se opone a la ratificación ¿Y en España? Aparte de la habitual negligencia mediática con la que se trata estas cuestiones estructurales, lo cierto es que el buenismo sigue siendo el criterio de evaluación: si viene de la UE, no puede no ser bueno para nosotros. España es junto a Alemania el principal defensor europeo del acuerdo.
Y en este caso, no falta razón. El comercio con el Mercosur tiene una clara orientación asimétrica entre materias primas y productos primarios de un lado, y productos industriales de otro. El 85% de las exportaciones de la UE hacia Mercosur son productos industriales –77% en el caso de España– mientras que menos del 10% de las importaciones procedentes de los países sudamericanos son industriales –13% en España–. Hoy España se abastece en Mercosur de semillas oleginosas, semillas para piensos, alimentos y petróleo, y vende productos químicos y material de transporte (vehículos y piezas). La UE, además, exporta material eléctrico y alimentos preparados.
El Mercosur se compromete a liberalizar las exportaciones comunitarias de vino (con un precio mínimo para el vino espumoso durante los primeros doce años y exclusión recíproca del vino a granel), bebidas espirituosas, aceite de oliva, fruta fresca (manzanas, peras, nectarinas, ciruelas y kiwis a partir de la entrada en vigor), melocotones en conserva, tomates en conserva, malta, patatas congeladas, carne de porcino, chocolates, galletas y refrescos.
Dada la especialización en carne de cerdo de la ganadería española, que en el acuerdo en proceso de ratificación las exportaciones de carne de cerdo hacia Mercosur carezcan de cuotas limitativas puede ser una oportunidad para ampliar la pequeña cuota de mercado actual en Sudamérica –aunque la ampliación de la cuota de importación de aves de corral, huevos, arroz o bioetanol procedentes de Mercosur pueda perjudicar a los productores locales–.
En términos comerciales, desde el punto de vista de la agricultura española, el acuerdo puede ser un impulso a la producción local. No ocurre lo mismo para los países especializados en carne de vacuno, pues la cuota adicional de 99.000 toneladas de carne de res es una fuerte competencia para los productores europeos. Aunque desde la perspectiva de los consumidores, puede contribuir a reducir los precios.
La harina de soja es ampliamente utilizada como pienso. Cada haba de soja prensada produce 20% de aceite y 80% de harina de soja. El resultado es que las dos terceras partes del valor económico total de un haba de soja triturada se obtienen de la harina de soja, y solo una tercera parte, del aceite. El acuerdo puede contribuir a reducir el precio de un componente fundamental en los costes de la ganadería europea, que en los últimos años crecen más que los precios de venta, reduciendo los márgenes a niveles mínimo para los productores. Que la importación de soja genéticamente modificada, de la que Brasil o Argentina son líderes mundiales, pueda ir en contra de la agricultura ecológica no debe ser un problema en España, país que concentra el 95% de los cultivos transgénicos de Europa (aunque las algo más de 100.000 hectáreas, sobre todo de maíz transgénico, ocupan menos del 1% de la superficie agrícola total).
La apertura de la contratación pública a empresas europeas es también una oportunidad de negocio para el sector de la construcción, uno de los pocos en los que España tiene una posición de liderazgo internacional. Los contratos comprendidos en el acuerdo abarcan bienes, obras y servicios adquiridos por entidades públicas a escala central o federal. Brasil y Argentina comprometieron también contratos de concesión de obras por parte de las mismas entidades (por ejemplo, contratos para la construcción de una carretera en la que se remunera al constructor mediante peajes). Que como resultado de la ejecución del acuerdo aumente la desforestación en Brasil para hacer más sitio a la producción ganadera para exportación, o que los contratos que ganen las empresas europeas se traduzcan en mayores precios para los consumidores del Mercosur, son cuestiones menores en la perspectiva de los gobiernos de ambos lados del Atlántico, que como es habitual, valoran los beneficios en más de los que efectivamente se van a generar, y minusvaloran los perjuicios, que serán mayores de lo que se admite, tanto en términos medioambientales como de control sobre el sistema productivo.
El texto del acuerdo de 2019 se estableció sin que, como denunciara el Defensor del Pueblo europeo, la Comisión llevara a cabo una evaluación actualizada del impacto sobre la sostenibilidad –el informe de impacto ambiental se presentó dos años después de cerrar el acuerdo principal–. Las negociaciones se han desarrollado sin proyecciones decentes sobre cómo podría afectar al empleo en varios sectores, a los derechos humanos y al cambio climático. De hecho, las normas respecto al medio ambiente, a los derechos laborales o al bienestar de los animales solo se mencionan en capítulos no vinculantes sobre sostenibilidad.
Ante la importancia que aparentemente le da la UE a la lucha contra el cambio climático, resulta sorprendente la ausencia de medidas como por ejemplo una ley forestal europea que obligue a las empresas a comercializar únicamente productos libres de deforestación en el mercado de la UE. Las leyes asociadas al acuerdo deberían proteger otros ecosistemas además de los bosques y debería garantizar que los productos no hayan dado lugar a violaciones a los derechos humanos. Nada de esto parece ser objetivo principal de los valores a transmitir en los acuerdos comerciales.
Pero hay una dimensión política clave que no se suele señalar: todavía faltan unos meses para la entrada en vigor del acuerdo, que tiene que pasar por la ratificación del Parlamento Europeo y de los jefes de gobierno de la UE. Un fracaso después de cinco lustros de negociaciones exigiría una capacidad política de cambiar el rumbo estratégico de la UE, un desafío que los políticos comunitarios no están capacitados para afrontar. No solo los productores de carne de cerdo o los constructores españoles verán perder una bonita oportunidad de negocio, sino que todo el proyecto europeo entrará en un letargo aún más profundo del que sufre actualmente, con la perspectiva de la desintegración como escenario de fondo.
Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU